Un gran combustible en la actual rebelión política en Latinoamérica es la corrupción. Pero la corrupción está incrustada en la administración pública latinoamericana desde que las coronas implantaron sistemas arbitrarios de concesiones, privilegios, ventas de cargos, nepotismo y prebendas, otorgados y despojados al antojo del Estado: Desde el cobro de tributos hasta meros actos de industria y comercio.
Son notorios los históricos vaivenes de los distintos gobiernos, imponiendo a su antojo alcabalas y peajes de distintos niveles para sustentar sus banderías políticas para extraer fondos de quienes intentan producir valor agregado y generar empleos productivos. Es vieja la certera frase que quien hizo la ley hizo la trampa. Centenario también es el concepto de “póngame donde haiga”, que se extiende a todos los aspectos de la administración pública, incluso a los sectores encargados de mantener el orden público e impartir justicia.
Ya desde los primeros años de la independencia el propio Libertador se quejaba de la venalidad de los tribunales. Y un presidente venezolano tuvo el cinismo de proclamar que por cada funcionario venal existe un empresario corruptor, afincándose en casos excepcionales – que siempre existen – para invertir la culpabilidad entre extorsionadores y extorsionados.
Si el tema de la corrupción es arraigado y sistémico: ¿Qué es lo que está detonando estas nuevas olas de protesta?
Mientras las sociedades y los medios de comunicación se modernizan y democratizan, y crecen las iniciativas para promover mayor transparencia, desmontar barreras económicas y sancionar corruptelas, aumenta la cantidad de información que antes no se divulgaba, alimentando en el público general una exagerada impresión de incremento en la corrupción, generalizando contra todos los que ejercen funciones públicas.
Todo el mundo repudia la corrupción, pero le echan leña al fuego los hoy llamados “progres”, que se agarran de cualquier palo para darle a la piñata. Se les suman idealistas que sueñan con utopías y también fariseos cuya “indignación moral” ante la corrupción es directamente proporcional a sus ganas de disfrutar de ella: Como la proclamada virginidad de muchas feas.
La corrupción pecuniaria es sin duda reprobable, pero a la larga mucho más dañina es la corrupción moral e intelectual de los demagogos y populistas – de todos los colores – que se rasgan las vestiduras y azuzan el radicalismo para luego arrasar con muchos avances de la democracia institucional en nuestro continente, y protagonizar un vulgar “quítate tú para ponerme yo”.
Antonio A. Herrera-Vaillant