Trabajo de www.lanacionweb.com
El barro que cunde los pies descalzos de Rosa Sánchez es una muestra del desamparo y la vulnerabilidad en la que viven algunas mujeres y niñas migrantes venezolanas en Colombia.
Rosa Sánchez es una adolescente venezolana de 17 años de edad, y suma tres años viviendo en el corregimiento colombiano La Parada, municipio Villa del Rosario, en el departamento Norte de Santander, frontera con Venezuela.
Salió de su país movida por la situación económica, ahora con una bebé de 10 meses busca sobrevivir removiendo el espeso barro que se acumula cuando llueve en los pasos irregulares, conocidos como trochas, que unen a las dos naciones.
“Allá (Venezuela) las cosas estaban muy caras y no podíamos comprar casi nada”, recuerda la muchacha mientras intenta calmar a la niña que lleva en brazos.
Llegó a Colombia con su madre y en el camino encontró pareja, otro joven venezolano con quien comparte las labores del día: limpiar la trocha y reciclar lo que encuentran en la basura.
“Nosotros rogamos que llueva siempre”, comenta mientras remueve el barro con una pala, abriendo paso para que las personas puedan cruzar por la trocha.
El oficio, según Rosa, le da para pagar el alquiler del día. Alrededor de 20.000 pesos colombianos, unos 5.40 dólares es lo que logran reunir al final de la jornada.
La adolescente asegura que ha solicitado a diferentes organizaciones una ayuda que le permita aliviar sus necesidades, pero no ha conseguido nada.
Sin estatus migratorio
A pesar que hace más de un año un decreto del presidente de Colombia, Iván Duque, permitió acceder a la permanencia legal de venezolanos en el territorio a través de un Registro Único de migrantes (RUMV) y la posterior obtención del Estatuto de Protección Temporal, (ETP) Rosa no ha iniciado el trámite para su regularización, ni el de su hija.
Durante el embarazo, Rosa contó que comía los desperdicios que encontraba en la basura o alimentos que le regalaba la gente. Dormía en la calle, a la intemperie y expuesta a los peligros del corregimiento de La Parada, conocido como territorio hostil. Allí, en lo que va de año, al menos 15 mujeres y adolescentes han sufrido abuso sexual de acuerdo con la información que manejan los habitantes de la zona.
Cuando la bebé cumplió dos meses la situación no había cambiado y un día el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), se las llevó a sus instalaciones. Allí estuvieron durante seis meses y luego de un proceso legal, las entregaron en custodia al esposo de Rosa.
Necesidad de protección
El aspecto de la adolescente venezolana es el de una persona que recibe poca alimentación. Está muy delgada y su dentadura en mal estado puede ser una señal de desnutrición. Tiene dificultades de lenguaje y es un poco retraída.
La bebé aparenta estar mejor, con un peso normal y de aspecto sano: sonríe, juega, sostiene objetos en sus manitas y reconoce a su mamá. Pide estar con ella cuando otra persona la carga en brazos.
Rosa asegura que, en La Parada, donde reside, conoció a unas personas que le ofrecieron al principio apoyo pero que después pretendían quitarle a su hija.
“Cuando iba a tener a la bebé, me llevaron al hospital y quienes me llevaron estaban más preocupados por mi bebé que por mí. Nunca quise regalarla porque sé que puedo hacer todo por ella y salir adelante. Creo que hice lo necesario para que no me la quitarán”, dice al relatar una serie de hechos que según ella ocurren en la zona y han tocado a otras madres venezolanas.
También expone que, a través de amistades o gente conocida, ha recibido propuestas para prostituirse a cambio de dinero y afirma -en tono de molestia- que no las ha aceptado.
El caso no es el único, existen muchas Rosas, en igual o peor situación.
Sexo para sobrevivir
El llamado “sexo por supervivencia” y la trata de personas están a la vista entre las mujeres y niñas migrantes que llegan a Colombia huyendo de la crisis que vive Venezuela.
Se trata de una situación que genera alarma, es muy evidente. “En cualquier parque se produce la actividad sexual por supervivencia”, comenta César García, director de operaciones y coordinador regional de la Fundación Venezolanos en Cúcuta (Funvecuc), Casa Venezuela.
“Vas a ver a venezolanas que las reconoces haciendo está actividad porque deben mandar recursos a sus hijos que se quedaron en el país o dinero para medicamentos del padre o la madre enfermos y por 10.000 o 15.000 pesos (entre tres a cinco dólares) deben recurrir a esta actividad”, dice García
Y existe un agravante para la situación de indefensión y vulnerabilidad de la población migrante: detrás de la necesidad y el hambre, se encuentran los grupos armados que manejan el “negocio”, e incluso las zonas donde se ofrecen las mujeres y adolescentes en el corregimiento de La Parada o en el centro de la ciudad de Cúcuta, están repartidas y administradas por estos criminales.
La explotación sexual está ocurriendo y muchas niñas están siendo marcadas por grupos delictivos y algunas de ellas se convierten en las damas de compañía de estas personas. «Hacen todo por dinero», denuncia Gleidys Oliveros, docente venezolana, migrante, activista social y voluntaria de la Organización Internacional de Migraciones (OIM) en la zona.
“Ves a esas niñas y aparentemente no están mal, llevan una vida que parece cómoda. Les hacen un tatuaje en una parte del cuerpo para identificar a qué organización criminal pertenecen. Eso lo he visto durante mi estadía en frontera y como cualquier persona tuve temor de inmiscuirme más porque me puede generar un problema. Me limité a observar”, añade Oliveros.
Las peluchas
La activista de la organización Actitud Resiliente, María Alejandra Briceño, docente venezolana, migrante en Colombia, conoce bien de cerca la realidad que viven las niñas y mujeres venezolanas en el barrio “Pele el ojo”, una comunidad de alto riesgo en donde se ha concentrado un buen número de migrantes.
Desde enero de este año, Alejandra junto a un grupo de la organización Casa Venezuela en Cúcuta, intervinieron comunidades que trabajan con “sexo por supervivencia”, LGTBQI+ y VIH. Allí conoció a “Las peluchas”, mujeres jóvenes y migrantes, obligadas al trabajo sexual, ante la vulnerabilidad con la llegan a Colombia.
La realidad que viven es bien dura, dice Alejandra. “Yo regresaba a casa en la madrugada muy cargada por todo lo que nos contaban, estaba triste. Ahí veía a niñas de 14 y 15 años sobreviviendo con lo que les daban por tener sexo”, añade.
Alejandra dice que no es fácil hablar con “Las peluchas”. En el centro de Cúcuta están sectorizadas por las organizaciones delincuenciales quienes son “sus dueños”, entonces para hablar con las chicas es necesario solicitarles permiso.
“Por ejemplo, si yo trabajo en la calle séptima, no puedo ocupar otra calle. Si paso, debo pagarle al dueño de esa calle. Allí no solo ves adolescentes, también ves muchachas embarazadas, mujeres casadas que los esposos se van a trabajar y ellas llegan a la plaza a prostituirse”, relata la activista. Lo más grave y doloroso de la situación es que muchas de ellas han salido positivas al VIH o a la sífilis, reveló.
“No son modelos, están vendiendo el cuerpo”
A partir del año 2020, empiezan a migrar los venezolanos más vulnerables y sin recursos económicos, hacia Colombia. Se presentan casos donde niñas y mujeres están siendo captadas por bandas delincuenciales para ser usadas en la trata. “Lo más triste es que hay niñas migrantes de 10, 12 y 14 años en ese mundo”, informa la directora de la organización Operación Libertad y abogada venezolana Natacha Duque.
Se trata de jóvenes de 14 años procedentes de Venezuela que por dinero buscan juntarse con un hombre que les provea al menos la alimentación, mientras que otras se adentran en el mundo de la pornografía virtual y dicen ser “modelos webcam”, denuncia Duque.
Para ellas esto no implica prostituirse, porque tienen la excusa de que nadie las toca y pasan por alto que están exponiendo sus cuerpos y reciben dinero a cambio. “No son modelos, están vendiendo el cuerpo”, aclara Duque.
La situación de niñas venezolanas captadas para trata o práctica sexual por supervivencia ha llegado a tal limites que las organizaciones en frontera han llevado el tema a las mesas de trabajo del Pacto Mundial Migratorio, de la Organización Internacional de Migraciones (OIM), que se están desarrollando en la zona fronteriza. Buscan resaltar la problemática que se ha venido agudizando y es urgente abordarla.
La pandemia agravó la crisis
La directora de Operación Libertad dice que no comprende por qué el régimen venezolano ha sido indolente y permisivo en lo referente al tránsito de menores de edad dentro del territorio nacional.
“Antes, para que un menor saliera de su estado, se pedía un poder notariado por los padres del menor, si no se tenía era muy difícil movilizar al niño y/o adolescente y menos se podía sacar del país”, recuerda la abogada.
Durante la pandemia, entre seis y siete niños llegaban a la frontera solo con dos adultos y cuando las organizaciones defensoras de derechos humanos hacían el trabajo de campo, los adultos que acompañaban a esos niños no eran sus padres: eran un familiar, un tío, primo, o un amigo.
“No sabemos cómo pasaron tantas alcabalas desde Caracas hasta la frontera con Colombia y las autoridades no los detuvieron”, se pregunta.
Aún siguen llegando menores de edad venezolanos a Colombia, sin ningún control. “No pasan por el puente, pasan por trochas donde no hay manera de regular, ni se hace un seguimiento”, dice la defensora de los derechos humanos.
En las mesas de trabajo del Pacto Mundial Migratorio, una activista de derechos humanos, reveló que se llegó a abordar el caso de 400 niños y adolescentes venezolanos que llegaron solos a Bogotá. Nadie sabe cómo pasaron y ahora están bajo la protección del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, informa.
Una solución
La Unión Panamericana y del Caribeña para los Derechos Humanos (Pacurh) en Aruba y Curazao, adelanta un proyecto de integración dirigido a mujeres y niñas migrantes, financiado por el Departamento de Estado de los Estados Unidos y con el acompañamiento técnico de la Fundación Panamericana para el Desarrollo -FUPAD –.
En cada una de las Casas Venezuela de estos países se orientan a las mujeres migrantes en materia legal. Cuenta con personal especializado en idiomas que ofrece clases a niñas y adultos para aprender inglés, holandés y papiamento. Además de las escuelas de nivelación educativa.
“Tratamos de quitar ese peso del idioma con el que llegan las madres migrantes y que se convierten en barreras para no ingresar al mercado laboral formal”, dice José Oropeza, secretario general de Pacurh.
Dictan talleres sobre derechos humanos, protección internacional, violencia basada en género, resiliencia, planificación, panadería, corte y costura, limpieza facial y cosmetología.
“Tenemos a 20 mujeres en el taller de planificación, ellas están muy emocionadas porque ya han logrado poner en práctica los conocimientos aprendidos y están generando recursos”, comenta.
Lo mismo ha sucedido con el grupo de migrantes del curso de cosmetología que ya ingresaron a un mercado y superaron su estado de vulnerabilidad con las técnicas aprendidas.
También se dictó curso de emprendimiento, manejo de redes sociales y un componente jurídico para que sepan cómo crear una empresa, lograr posicionamiento y la generación de su marca. Adicional se ofrecieron conocimientos de economía para manejo de finanzas y llevar a feliz término el emprendimiento.
“Todo lo que hacemos es para arrancar de las manos de las bandas criminales a estas mujeres y niñas. Minimizando la deserción estudiantil y a las mujeres ofreciendo herramientas de trabajo para que no sean captadas, llevadas a la explotación sexual”, precisa Oropeza.
La experiencia en Aruba y Curazao también la vamos a llevar a la frontera entre Colombia y Venezuela, (la Guajira y en Norte de Santander). Específicamente en el sector La Parada, y Arauca están los puntos focales más importantes.
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