Habíamos dejado atrás esa maravilla moderna que une en extraño rumbo los dos grandes océanos del globo. Dije extraño pues luce raro que para ir del Caribe en el Este, al Pacífico en el Oeste entremos por el noroeste y salir al Pacífico por el sureste, un rumbo casi en diagonal invertida, respecto a lo convencional. El hecho se debe a la configuración geográfica del istmo, la figura de una “S” acostada no muy abierta en sus curvas, con la entrada al Canal desde Colón en el Mar Caribe más o menos a un tercio del inicio de la última curva de la gran “ese” geográfica. Tres juegos de esclusas gemelas: Gatún, Miraflores y Pedro Miguel, salvan la diferencia de nivel de 26 metros entre los dos océanos. Estas grandes cajas de acero con sus compuertas gigantescas y salvando tales diferencias de altura, hacen parecer de juguetes a las que existen en los diversos puertos y canales de Bélgica y Holanda.
Al salir de Balboa al Pacífico dejamos por babor el archipiélago de Las Perlas para recalar en Punta Mala y seguir hasta un way point 7ºLatitud Norte, 81°Oeste navegando por loxodrómica (Plano de Mercator) para iniciar desde este último punto la navegación ortodrómica (rumbos de círculos máximos) hasta la Bahía de Tokio en la tierra del Sol naciente, en unos 20 o 21 días.
Un poco antes de Punta Mala la miré por primera vez. Se desplazaba con la grácil levedad de las aves marinas unos metros detrás de la popa, lo que había observado decenas de veces en el golfo de México o el Mar del Norte, nada novedoso como no sea la atracción ejercida por la dulce limpieza del vuelo de estas aves: gaviotas, cormoranes, pelícanos, o el monumental albatros, auténtico emperador del aire cuyo dominio de las corrientes de aire les lleva con mínimo desgaste energético a planear horas sin un batir de alas, mueven ligeramente una o dos remeras de un extremo alado o dos álulas de un lado u otro. y se elevan un metro sobre la superficie líquida que un segundo antes les acarició con un rizo el plumón pectoral.
La travesía transpacífica es fascinante y muy aprovechable para el buque. Las rutinas de mantenimiento se actualizan y el equipamiento accesorio de la nave regulariza su estatus de seguimiento. Todos ganamos, la embarcación, sus tripulantes y en particular obtiene especial provecho el espíritu. Son los viajes transoceánicos generadores de manualidades en tallas, letras de canciones, inspiraciones poéticas y creaciones literarias de otros géneros; construcción físico-corporal en el gimnasio de a bordo y la higiene mental que aporta el cultivo de los juegos de mesa y la lectura o escucha de tu música predilecta. Puedes observar el poder y fascinación del océano rebosando y sobrepasando cualquier límite.
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Con la dicha de un mar tranquilo, más frecuente que los malos tiempos, surge la magia fascinante del punto. Arco iris que se hunden frente a ti, casi invitando a lanzarse en busca de los tesoros escondidos en su base, ahí a tu alcance… De pronto la excitante danza de los delfines te acompaña breves momentos, son muy veloces y están en su propio reino oceánico. Poco después del ballet cetáceo dos marinos en cubierta llaman la atención del resto… Dónde pregunta el pinche… por estribor dice el bozo; un marino corre por la cubierta y señala con el dedo, allá, ahí, … ¡ mira ! son tres. Varios hombres se asoman a la borda, el timonel grita desde el puente y el mecánico corre a buscar su cámara, que finalmente se perdió del espectáculo pues había olvidado cargarla de material fotográfico…
—Coño se me olvidó ponerle un rollo nuevo … ¿Dónde están?
Por breves momentos, habíamos contemplado el majestuoso poder de las ballenas jorobadas con su descomunal mole probablemente modulando —después de sumergirse— su canto del año en las profundidades, las melodías que Ulises y sus compañeros al igual que todos sus contemporáneos escuchaban pensando que era el canto enloquecedor de las sirenas… cada cierto tiempo salen a la superficie a respirar; uno de estos leviatanes iba acompañada de un ballenato bebé, un espectáculo difícil de volver a contemplar. Unos minutos después se vio a la distancia la columna de aire y vapor de agua expelida por el opérculo, producto de la expiración del cetáceo.
En otra ocasión aparecen a un costado hermosas tortugas marinas o disfrutas el vuelo frecuente de una o dos aves compañeras que se atreven a la travesía con tu nave.
La rutina de a bordo absorbió mi tiempo y atención. Casi dos singladuras después me dirijo al cuarto de timón caminando por la cubierta y veo de nuevo al ave, aunque sin identificar con precisión si era la misma observada cuando recién salíamos al Pacífico y nuestro rumbo, trazado en curva de círculo máximo, no se había alejado mucho de la costa, dado el perfil costero del Pacífico oriental a partir de la península de California, que al prolongarse al norte, se inclina a converger hacia el continente asiático –cerca del polo, Alaska y Siberia apenas están separadas por el estrecho de Bering– no obstante había suficiente distancia para preguntarse por qué la gaviota se alejaba tanto de tierra firme.
Van seis días de navegación y aún estamos muy lejos del paso por el norte de las Islas Hawaianas. La profundidad de aquella masa gigantesca de agua es tal, que su color pasa del azul intenso casi al violeta.
Al regresar por cubierta después de contemplar la potencia de aquel gigantesco vaso oceánico me convencí. La gaviota era la que vimos al salir del Canal. Evolucionaba por detrás de nuestra popa con el rumbo de la nave. De todas maneras pregunté a un timonel que trabajaba en un pañol.
—Has visto esa gaviota volando a la popa,…nos sigue…
—Claro, duerme a bordo, creo que en aquel mástil, pero también estaba una tarde más allá, por las antenas del sobrepuente.
Así era en efecto. Seguía al buque y comía de los restos alimenticios que a diario botaban al mar camareros y gente de la cocina. Todo el día volaba detrás del buque y al caer la tarde pocos minutos después del ocultamiento solar, se acomodaba en un mástil, o cerca de las antenas en el sobrepuente, donde la había visto por última vez el timonel que confirmara su alojamiento a bordo.
Nunca me enteré de algo similar pese a los años de yodos y algas. La hermana gaviota, émulo de un Juan Sebastián hermano, planeaba con sutiles y apenas perceptibles ondulaciones de una o dos remeras para convivir a su modo con nuestra aventura transpacífica. Un día más tarde comencé a dialogar en solitario con ella y desde luego a espaldas de mis compañeros; “aunque aquí, mal dormidos, mal comidos y mal cojidos, todos loqueamos de una u otra forma”, decía a título de leiv motiv, el bozo, Salazar Vásquez y de Punta e’ Piedra, casi requisitos mínimos para ocupar la plaza de contramaestre en CAVN.
Saludaba a la hermana gaviota en la mañana antes de pasar al comedor para luego bajar a la sala de control. Por igual lo hacía en la tarde al realizar mis tres caminatas de calentamiento por el circuito de cubierta antes de llegar al improvisado gimnasio del castillo de proa: Treinta o cuarenta abdominales en dos tandas, algo de pesas, resortes, tensores y si había cupo, un par de “21” de Ping-Pong. Una mañana algo más temprano que de costumbre, antes de bordear por la aleta de estribor para acordarme en la borda al diálogo de rigor, nunca un monólogo con nuestra hermosa compañera, intuyo una presencia en el rápido diferir de las sombras y presiento un escape hacia la banda contraria. Aceleró los últimos tres pasos y con un “epa, como estás, buenos días” detengo al huidizo interlocutor de mi gaviota. Era el viejito Gómez, veintitantos años de “guaiper” (wiper—limpiador) a bordo de aquellos buques, septuagenario que parecía arrastrar un siglo de penurias impresas en los surcos del rostro, “toero” de los cien pequeños oficios que permiten rodar la existencia tropezando una y otra vez con las aristas de la vida. Exminero, buscador de oro y diamantes al que siempre se le negaron las “bullas” que otros, garimpeiros la mayoría, detectaban. Gómez llegaba a los restos finales, la basurita de ganga al borde de lo invisible que obligaba a un ojo muy diestro y avizor para encontrar en la batea más fina las minúsculas piedrecitas, “pero que daban para seguir lidiando buscando encontrar la gran piedra”. A otros les sonrió una buena estrella y algunos como Barrabás la pegaron bien duro.
—Por allá en una bodeguita que tiene en Tumeremo le vi el año pasao, que en las vacaciones me fui pa’ Guayana… me reconoció, me brindó un cafecito y hablamos. Tiene en la pared una foto de una princesa o emperadora creo que me dijo (Gómez se refería a la Emperatriz Farah Diba) con un “collarsote” donde está una piedra que sacaron de su diamante.
—Pero a él lo robaron …dicen que lo embaucaron y le dieron cuatro reales piches…
—Habladurías de la gente, Jefe, que hablan por no dejá… hablando de oro y piedras a nadie embarcan en Guayana. Uno no sabrá escribir, pero nadie lo engaña a uno del valor de una piedra. Barrabás sacó mucho real, él sabía lo que tenía en las manos…
—Cuanto le dieron por su diamante…
—-Los holandeses que son los que controlaban las piedras –ahora y que son los japoneses que aprendieron también a cortá diamantes y los comercian— le dieron más de doscientos mil bolívares, creo que doscientos cuarenta…Ud se imagina, cuando un caserón en Ciudad Bolívar en esa época no llegaba a dos mil bolívares y una tronco’e hacienda con ganao’ se conseguía en diez o doce mil…
—Y que hizo con esos reales…
—Eso es otra cosa, pero él los disfrutó. Se dio la gran vida en las Uropas, bebía puras vainas finas y como quince años después volvió a aparecé. Ahora tiene su bodeguita por allá bien surtía y vive feli’…
—Y dime viejo, que andas haciendo aquí en la popa tan temprano, estabas hablando solo, o le preguntabas cosas a la gaviota.
—Mire, a los animales se les puede hablar y a los árboles. Yo lo hacía en el monte cerca de los ríos cuando buscaba diamantes.
Gómez, parco en el habla con sus compañeros que le consideraban algo excéntrico y capaz de un comentario solo si se trataba de la Biblia o del divino hacedor, Era bastante comunicativo conmigo. Me había narrado de casi todos sus oficios y largamente de su vida de minero en las selvas guayanesas y del Brasil, se reservó lo que intercambiaba con la gaviota y respeté su mutismo al respecto. Tampoco me hubiese sido fácil compartir la hermosa sinfonía de comunicarme con aquel ser alado, al que además pretendía escuchar, leyendo los breves signos de sus alas o sus leves cabeceos.
Doce días de navegación y no he podido ver el rayo verde, fenómeno muy poco común de observar pues requiere un horizonte especialmente limpio de nubes. Es toda una experiencia sensitiva de apenas breves centésimas de segundo el centelleante rayo verde del instante final en que “Febo Apolo, el de las doradas grebas” –como lo citaba Rebozo, otro wiper jubilado, amante de Homero del que recitaba párrafos enteros—se sumerge en las aguas del océano para despertar allende otros sueños y un fatigar diario distinto al propio. Solo en dos ocasiones gocé el privilegio de presenciar el inolvidable espectáculo en un cuarto de siglo de andanzas oceánicas. La primera en este viaje días después del encuentro con Gómez hablándole en la popa a mi gaviota.
La hermana de Juan Sebastián había hecho otros amigos secretos, pero parecía responder mejor al viejo Gómez y a mí, tal vez por ser los primeros en hablarle. Una tarde me hice el propósito de verificar los últimos minutos de su rutina diaria vía al retiro nocturno. Eran los días finales del verano norteño con una transición tarde-noche más prolongada. Ligeramente oculto en la cubierta de botes la vigilaba. Con un velo ya gris profundo sobre la superficie oceánica dio un batir de alas y se acercó a revolotear próxima al sobrepuente. Por ahí posó, se perdió de mi campo visual y no quise escudriñar su breve intimidad. A la mañana siguiente muy temprano la observé salir y hacer una evolución como de reconocimiento para ubicarse algo más de un minuto en el mástil de popa y después tomar su lugar planeando grácil varios metros detrás de nuestro rumbo.
Día 21 después de Balboa a las cinco de la tarde. En el puente de mando charlando con el Primer Oficial en su turno de guardia. Mañana un poco antes de las ocho estamos recalando en Cabo Nojima, en el borde oriental del Golfo de Salami … lo ve aquí, en la carta… de ahí entramos por el estrecho de Uraga a Tokio. Seguro que nos plotean todo el trayecto desde Nojima, asistidos por el práctico de la zona.
Amanece el día de llegada, atentos para ver el Fujiyama, expectativa frustrada por un cielo nublado que impide contemplar la cima nevada del Fuji elevarse resplandeciente sobre la llanura de Kanto como ofrenda telúrica del suelo de Honshu a la inmensidad.. Seguimos acercándonos a nuestro destino y mientras, me dirijo al comedor a tomar el desayuno.
Jefe, hay cereal, y “guevos” al gusto, como de costumbre –apunta el camarero—
Dame solo dos huevos escalfados…
Cortés se asoma al ventanuco del ascensor que comunica con la cocina y grita la orden del pedido:
—Doss “guevos” escarfaos pa’l chif…
Dos minutos después estoy saboreando el jugo mañanero…y de nuevo Cortés:
—Chif, que qué vaina es esa, preguntan allá abajo…
Pero no pude informarle como se escalfaba un huevo, por el alboroto de unas carreras detrás del comedor. Qué pasa pregunto al camarero.
—Es en la cubierta de botes, parece que la gaviota…
Salté de la mesa y salí del comedor. El timonel, el bozo y un marino trataban de agarrar a nuestra tambaleante gaviota que aleteaba convulsiva y atinando solo a saltar en forma alocada.
—Chico, qué le pasó…
No sabemos. La encontré cuando bajé del puente para llamar a la gente del turno diario, medio acurrucada y temblona, quise agarrarla a ver que tenía e intentó volar “y comenzó a darse coñazos con los manparos y la escalera”, me informa el timonel. Es probable –pensé y lo dije en voz alta—que sufriera un corrientazo al tropezar arriba en el sobrepuente con un cable.
—Trata de agarrarla y que no se haga más daño.
Unos cuantos rodeos de intentos por atraparla y al fin el bozo la toma y me la entrega.
—Búscame pronto un cuñete vacío… Pero rápido, corre.
Segundos después aparece el marino con un cuñete vacío. Pongo a la gaviota en la cubierta, la sostengo un tanto con una mano, mientras coloco el cuñete boca abajo sobre ella cubriéndola por completo y la emprendo desaforadamente sobre el fondo del gran perol, a todo dar con mis manos, repicando a manera de una tumbadora.
—Coño Jefe, la va’ acabá de jodé, dice el timonel…
Ni siquiera le miro y menos le respondo. Prosigo con todo ímpetu el batir rítmico sobre el improvisado tambor. Varios miembros de la tripulación se acercan y hacen corro, preguntan, chacotean, se ríen unos, otros mantienen la atención sobre mis manos que no han cesado de golpear y proseguir su trabajo sonoro. Ignoro el tiempo usado en esta terapia improvisada pero anduvo en los cinco o seis minutos, aunque en los comentarios posteriores alguien lo llevó a media hora y al regresar del periplo por el sudeste asiático, recordaban el hecho asignándole una mañana golpeando el tambor sobre la pobre gaviota. La mitología –King-Kong dixit—cobra rápida vida en el anecdotario marinero.
Lo cierto fue que en un momento dado juzgué suficiente la terapia sonora, cesé de batir la improvisada tumbadora, levanté el cuñete y nuestra hermana gaviota, casi un tripulante más en la travesía, salió disparada volando rauda a su mejor promedio rumbo a la costa, vivita y batiendo alas a pleno vigor.
—Y donde aprendió esa vaina Jefe…
—Lo ví hacer una vez, siendo un niño y se me grabó. Me aseguraron que siempre funcionaba con pájaros y aves diversas. Pues bien funcionó. Cómo o por qué, lo ignoro, pero te puedo improvisar una explicación colgándome de la Biblia con las trompetas de Jericó y regresar hasta el gran Enrico Caruso rompiendo una copa de cristal con un “do” de pecho. No olvides que el sonido es energía y como tal es un poderoso estímulo que… (me interrumpen) …
—Coño Jefe mejor déjelo así, que debemos ir preparando la maniobra…
Algo más tarde, al filo del mediodía, treinta o cuarenta reverencias nos dan la bienvenida a tierra samurai, donde nace el Sol.
(Continuará. N°3 – En Japón y el sudeste asiático)
Pedro J. Lozada