Cerrar los ojos y transportarnos al pasado es como soñar despiertos. Seguro que a todos nos ha pasado y más de una vez hemos vuelto a nuestra infancia reviviendo pasajes acontecidos, o tal vez sucesos que nunca llegaron a ocurrir, como ser futbolista, torero, astronauta o médico.
Estos sueños tienen como denominador común revivir la felicidad de ser un niño y todo lo que ello implica: jugar sin descanso, recordar la forma correcta de hallarse en sociedad bajo la tutela de nuestros padres, las costumbres de entonces, y como significado profundo de este tipo de ensoñaciones está oculta la fuente de no vivir las
calamidades que hoy nos perforan. Hablo de más de medio siglo atrás.
Se comía 3 veces al día con un menú completo. El pollo o la gallina eran platos exquisitos. Ahora se alejaron de la bandeja de los pobres. Altos funcionarios del gobierno pueden ofrecerlos en el honor más grande a un invitado, pues matar una gallina que pone huevos significa un despliegue de extrema generosidad.
En tierras andinas la merienda o el puntal la servían entre 4 y 5 de la tarde: Pan dulce o tostado, chocolate o café con leche caliente con trozos de queso adentro. Cada región tenía sus costumbres. El almuerzo se servía a las 12 del mediodía y la cena a las 7 de la noche. Hasta hace poco era común ver a un cristiano de escasos recursos almorzar a las 3 de la tarde con un refresco, pan y un trozo de jamón o queso adentro sentado a las puertas de su trabajo, en la acera, o parado en una esquina. Actualmente es casi imposible. Otros hurgan en basureros para echarle algo al estómago.
Las madres querían un profesional como esposo para sus hijas. Los novios eran investigados a fondo para evitar que mancillara a la familia. Dice el refrán que pesa más la sangre que el agua. El agua es una vulgar mezcla de hidrógeno y oxígeno; la sangre está llena de plaquetas, proteínas y ADN.
Durante mi primera comunión observé en la Iglesia del Perpetuo Socorro en San Cristóbal, Estado Táchira, un altar que a cualquier templo le daría orgullo poseer.
Un bien almidonado mantel tejido se extendía pulcramente sobre la mesa. Dispuestos con esmero habían arriba 2 candelabros, un incensario, una gran Biblia con la cruz grabada en la cubierta de cuero, y un Cádiz chapeado en oro protegido con una servilleta de lino blanco. Entonces los chicos malos temían a Dios y ni lo miraban. Ahora se roban hasta el paño.
Para entrar a misa las mujeres se cubrían la cabeza con un velo utilizado como ilustración del orden, jefatura, y autoridad de Dios. Las menos pudientes se colocaban un pañuelo. La Hostia que se ofrece en la eucaristía como sacrificio incruento, era grande y gruesa. Ahora por el alto costo de la harina ignoramos de qué está hecha ni de qué tamaño.
El gobierno revolucionario asegura que Venezuela no enfrenta actualmente una crisis, sino “un proceso de dificultad económica”, pero “nos estamos recuperando”.
En el día del niño, a celebrarse este domingo 17 de julio, este tipo de sueños relacionados con la infancia nos aborda una sensación de alegría resonándonos que una vez fuimos alocados y felices chavales que siempre llevábamos por bandera una sonrisa, que el simple hecho de tener un balón de fútbol, un trompo o un carrito nos hacía sentirnos completos, que la vida tenía un pleno sentido que no era otro que jugar a toda hora y vivir al segundo.
En el sueño real también recuerdo el abrazo de mi madre que significaba el encuentro con el origen de mi vida. Hay partes que, intactas como burbujas, se mantienen sin desgaste a lo largo de los años, a pesar de este infierno revolucionario.
Qué triste. Éramos felices y no sabíamos. Por ahora sólo nos queda soñar despiertos. ¡Volvamos a ser niños!
Orlando Peñaloza