¿Cuánto de la naturaleza animal se mantiene en nosotros?. ¿Duerme el animal y por ello se requiere estar vigilante a evitar que despierte?
De las preguntas que con asiduidad y en momentos de acercamiento escucho de mis alumnos, la que escruta el problema del animal en el hombre, es de las más complejas de explicar pese a su aparente simpleza. El asunto radica en una debilidad común centrada en un falso orgullo que impide a un porcentaje altísimo de seres reconocer, y por ende aceptar, el hecho de ser un “animal” que habla, duda y piensa.
Un animal muy particular, pues al momento de alcanzar la facultad de relacionar analogías abstractas (pensar) y articular fonemas (hablar) sobredimensiona su origen (salto cualitativo) y gana la dimensión humana que le permitirá —si lo quiere, desea y opera conscientemente en favor de ello— continuar evolucionando con la alternativa adicional de dirigir esas vías evolutivas a voluntad.
Nuestros hermanos de la inmediata escala que no articulan un lenguaje pero se comunican entre sí, muestran destellos de actividad mental y atisbos de memoria repetitiva que pueden definirse como rudimentos de actividad pensante. Por otra parte en su estado salvaje no pueden darse el lujo de dudar; y de suceder sería una sola vez, con resultado inmediato: La muerte. El animal es legítimo prisionero de su infalible instinto. No puede equivocarse, errar es carencia grave. Nosotros tuvimos la osadía de surcar caminos desconocidos y el error y sus riesgos nos condujeron —en rudos periplos de fatigas, sangre y crueldad durante largos y lentos milenios— a la razón inteligente.
Cualquiera de las condiciones de vida de la naturaleza que evolutivamente supera a otra, conserva sin embargo la condición inferior —en referencia a la calidad vital y sus expresiones— como sustrato y fondo de la nueva dimensión vital a la que se accede. La vida mineral —la piedra— es sustrato base del reino vegetal, y éste se encuentra presente en la vida animal.
Dadas las premisas anteriores es lógica e innegable la vida animal presente en la condición humana, con mayor y más destacable presencia que los otros reinos superados en su trayecto evolutivo. Basta observar el ADN humano en comparación con el de los primates superiores, de donde se deriva la rama que a posteriori llega al ser humano actual. Un porcentaje cercano al 98% del material genético lo compartimos con nuestros “primos” los monos superiores y esa estructura basal netamente animal, no duerme jamás como pregonan, entre otros, algunos sociólogos y psiquiatras. De hecho es falso el supuesto reposo de una naturaleza animal, pronta a despertar y rebelarse… Al contrario, el animal infraestructural nunca duerme y la razón (polo dominante de la dimensión humana) solo debe estar atenta a un control que le mantenga en sus tareas sin desmayo y en la debida forma, pues solo la porción animal en nosotros puede operar los mecanismos vitales en la forma óptima de procesos “virtualmente” automatizados al máximo. La incesante sustentación primaria de la vida orgánica es responsabilidad del animal interno. Maneja tus circuitos de flujo constante, la respiración y motricidad total del cuerpo denso. De su rutina no escapa unidad o sistema propio del biostato orgánico, sólo que en vigilia está bajo el monitoreo ejercido por la supra estructura de la razón y el pensamiento analógico. Pero sigue siendo el animal lo instintivo puro al acecho, que tenaz y contundente deambula a placer por tus entrañas procurando el instante débil, buscando la grieta potenciada por la ira; el súbito abandono a la pasión enfermiza del deseo o el dantesco zarpazo del hambre insatisfecha.
Gónadas, estómago y grupo hepático son sus mejores predios de asalto a la frágil pátina de la razón cultivada. Superficies de ataque y combate en las que atiende sin pausa al impacto pasional o emotivo que le dispare incontrolable y derrumbe en segundos el edificio milenario construido tras el balance triunfal de millones de combates librados en el campo del alma, donde el espíritu divino ilumina incólume una senda lejana que paso a paso —salvo uno u otro retroceso, a veces breve y no pocas bordeando lo irreversible— nos acerca al camino de la sublime perfección pautado por el espíritu, a cuyo fin emprende sus intentos de acción perfecta, palabra vigilada a conciencia, pensamiento puro e incontaminado, libre de emociones negativas.
Y una advertencia final en cuanto a las actitudes frente a nuestro animal potencial.
El alerta más importante respecto a convivir con la animalidad que nos sostiene, es recordar que en cualquier instante puede librarse de su vestidura de sirviente para faenas del cuerpo denso y aupado por gónadas sedientas de lujuria, iracundos zarpazos hepáticos e incluso hasta por el ataque de un estómago vicioso o hambriento se dispara a liberar al inquilino del umbral. Peor aún, liberado el habitante de la caverna se apodera de cuanto otea a su alcance, anula la volición restrictiva de la razón sensible, te atrapa, amordaza y encierra en sus mazmorras.
Será difícil creerlo, pero el maligno, una de cuyas semillas anida constante en alguno de nuestros riñones, siempre acecha, motivo que obliga a una vigilancia responsable de nuestras acciones y conductas, alerta a carencias, vicios o debilidades que pudiesen facilitar la rebelión de la bestia interna, que alguna vez descansa pero jamás duerme.
Pedro J. Lozada