Mi papá pensaba que yo era la niña más bella del mundo. Me estimuló siempre; buscaba retos que me hicieran aprender más. Me enseñó a amar y respetar a la naturaleza. Participaba activamente en las actividades de mi colegio, y mostraba interés hasta por el más mínimo detalle.
Mi papá me agarraba los cachetes y me daba besos hasta que yo le decía “más besitos no”. Me sentaba en sus piernas aún cuando ya yo tenía hijas.
Mi papá me regaló mi primer perro y mi primer conejito, y me enjugó las lágrimas cuando murieron y los enterramos.
Mi papá me sacaba los dientes flojos con un hilo dental, y recompensaba mi valentía tan espléndidamente como el “ratón”.
Mi papá me habló de lo importante que era amar y servir a la Patria. De pequeña, me llevaba los domingos a ver arriar la bandera y cambiar la guardia en Los Próceres.
Mi papá me enseñó a montar bicicleta, a frenar con los patines, a montar moto y a manejar carros sincrónicos. Mi papá se tiró conmigo en el “Super Tobogán del Espacio”. Mi papá curaba mis rodillas rotas, y me soplaba para que no me ardiera el merthiolate.
Mi papá dormía conmigo cuando yo tenía miedo. Mi papá tenía una explicación para todas mis inquietudes y una respuesta a todos mis “por qués”. Me repetía que el “fair play” debía estar presente en todas las actividades de mi vida. Mi papá fue mi mejor ejemplo de bondad y grandeza de alma.
Mi papá me convirtió en la mascota más pequeña del equipo venezolano de esgrima, del que él formó parte durante muchos años y desfiló con más orgullo que nunca en la inauguración de aquellos Juegos Bolivarianos.
Mi papá me regaló mi primera muñeca, mi primer perfume y me envió mis primeras flores. Fue él también quien me regaló mi primera máquina de escribir, en las Navidades cuando yo tenía siete años.
Mi papá me sembró el gusto por la lectura, la música y las bellas artes. Era mi compañero de conciertos y óperas. Me presentó a Mozart, Chopin, Liszt, Verdi y me enseñó a soñar con las notas del Concierto de Piano Nº 4 de Beethoven.
Mi papá buscaba conmigo estrellas fugaces y satélites artificiales en noches oscuras. Más tarde me compró un telescopio, quizás sin percatarse de que ya me había enseñado a ver más allá de las estrellas.
Mi papá me enseñó a discernir y a disentir. Me enseñó que la verdad había que mantenerla a toda costa. Me enseñó a no quedarme callada frente a las injusticias.
Mi papá ha sido la mayor influencia que he tenido en mi vida.
Mi abuela paterna siempre fue muy observadora de las fechas. Los cumpleaños, los onomásticos, los aniversarios, en general, cualquier fecha que le significara algo, la guardaba con absoluta religiosidad. Mi papá era todo lo contrario. No se acordaba ni de su propio cumpleaños. Y más de una vez oí a mi abuela reclamarle su pobre memoria en estos asuntos. Un día en que nos desayunábamos juntos, ella le preguntó:
-¿Tú sabes qué fecha es hoy?.
Mi papá vio la fecha en su reloj, y le contestó.
-Me refiero a que si sabes qué se conmemora hoy.
-No tengo ni idea, mamá.
-Hoy es el aniversario de la muerte de tu papá. ¿Cómo puedes haberlo olvidado?…
Mi papá suspiró, le tomó la mano, y le dijo:
-Yo recuerdo y extraño a papá todos los días. Y si hay un día en mi vida que me gustaría borrar de mi memoria, es precisamente el día de su muerte.
A mí me pasa lo mismo: si hay alguna fecha que quisiera eliminar de mi vida, es la de la muerte de mi papá. Cada día me hace más falta. Pero hasta con su muerte, mi papá me enseñó algo: que las personas viven mientras permanezcan en el corazón y en el recuerdo de quienes las amaron.
Carolina Jaimes Branger
@cjaimesb