#OPINIÓN Crónicas de Cecil #19Jun

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Cecil Humberto Álvarez Yepez es un caroreño histórico y universal. Histórico porque ha convertido su vida  y la de su esposa Yuyita en una cruzada para resguardar los espacios culturales de la capital torrense, los espacios físicos y  también los morales. Universal porque habiéndose formado  universitariamente para la academia o la investigación, decidió bucear en las aguas abisales de la idiosincrasia caroreña hasta lograr un equilibrio gnoseológico entre la fe agustiniana que lo enclaustraba en cuadriculadas normas aristotélicas de pensamiento, y por otra parte el arrebato fenoménico  y nietzscheano que se rebela contra la comodidad de la razón haciendo de los instintos (que en este caso debemos llamar corazón) un  radar platónico que le permitiera aproximarse al topus uranus sin naufragar en las sombras, o en el Maya como dirían los hinduistas.

Ser caroreño debiera ser lo más fácil del mundo. Bastaría acostumbrarse al sol, tener buen apetito, gastronómico y sexual, trabajar como un burro, descansar  como una pereza y creer que Dios le habla a uno por boca de los curas. Pero frente a esta percepción superficial y algunas veces  pintoresca que  son el resumen facial de las características más fácilmente observables de estos coterráneos, Cecil Álvarez nos muestra en su novela autobiográfica  titulada En Carora, lo difícil que es ser caroreño y más aún, lo difícil de ser caroreño viviendo en Carora.

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En esta novela Cecil se pasea absolutamente desnudo, con una túnica transparente a la cual llamó Fernando como su abuelo y  su maestro tío, por una ciudad a la cual le comprimió casi quinientos años en  el mágico tiempo de su edad de juvenil sesentón. Y en este viaje desde su infancia hasta una muerte que avizora leyendo a Dante debajo de un Cují, nos va llevando por sucesivas reencarnaciones donde algunas veces es camarada iconoclasta de Pedro Chávez y otro godo de alcurnia junto a Raúl Riera y Adolfo Álvarez.

En la introducción de la novela, escrita por él mismo, nos  da claves importantes para entender su personal odisea en busca de una verdad que se le escurre entre los laberintos del lenguaje como gran continente de las ideas. Y al expresar de manera fluida y valiente el marco de contradicciones teleológicas y teológicas  al mismo tiempo que revela sin ninguna limitación de vergüenzas convencionales, el trasfondo de su alma buena,  nos indica también una característica común de casi todos los caroreños que aprenden a leer, el deseo de trascendencia, el afán de consagrar la vida a una misión que pueda redimirlos de la soledad circular y los pronósticos del olvido perpetuo.

Todo esto lo cumple  Cecil de una forma absolutamente amigable, sin alardes de  expresión culta, antes bien con un discurso coloquial que recrea olores, sabores, colores y oraciones de las mil y una tarde sobre las cuales discurre con pasividad volcánica el tiempo de las esperas en Carora.

Las Crónicas de Cecil inscritas en su novela En Carora son apenas las que el recuerda dentro del universo anecdótico  que hace mares extensos los límites de esta ciudad varias veces centenaria. Pero el valor que les aporta el autor es que sus vivencias están nucleadas a episodios muy importantes de la Carora del Siglo XX, donde el auge cultural liderado por Juan  Martínez Herrera  se convierte en hito revolucionario mediante el cual los caroreños asumen de manera formal el talento  estético como un fenómeno colectivo y no como una afortunada extravagancia del aislamiento y el mesianismo endógeno.

En Carora es una novela para leerla  en  dos tirones, el primero para identificar el proceso de liberación gradual  de  un intelectual  que pudo vencer gracias al milagro del amor, su destino de Sansa, de Rimbaud o de Vallejo, para instalarse  como un demediado personaje camusiano en la bifurcación existencial del hogar y los aullidos esteparios. 

Ubicado de esta forma el autor, quien en el plano social disfruta de éxito económico, reconocimiento como doctor cultural de la ciudad, de una familia hermosa bendecida  con inteligencia y talento artístico, podemos pasar a leer de un envión los cuentos caroreños dentro de los cuales se introduce con un protagonismo campechano el propio Cecil bajo el nombre de  Fernando.

En Carora es una novela o  un acopio de crónicas indispensable. Allí están contenidas, mucho más importantes que las anécdotas, las visiones, los análisis, las meditaciones, los sufrimientos, las masturbaciones, los  silencios y los arrebatos de gloria, de un caroreño muy  especial que se dio a la tarea de pregonar al mundo que Carora es una ciudad inmortal, autónoma, independiente, con valores enterrados en la mitología común de los gigantes que alguna vez dominaron la Tierra.

Este artículo lo escribí hace 15 años, hoy lo reescribo palabra por palabra, recuerdo por recuerdo, escalón por escalón hacia al altar iluminado de nostalgias donde Cecil colocó el cofre de la amistad. Maestro, recuerde, el final es leyendo a Dante debajo de un Cují  y para eso falta todavía sembrar el árbol. Dios con nosotros.

Jorge Euclides Ramírez

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