La actividad doméstica de muchas casas caraqueñas quedó plasmada en un sinnúmero de canciones populares que, a lo largo del siglo XX, estamparon pintorescas escenas protagonizadas por anónimas cocineras. Desde las delicias que salían de sus estufas hasta los lloriqueos que les generaba el humo de la leña ardiente, pasando por sus amoríos en sus jornadas libres, muchos poetas y compositores dedicaron vivos versos a detallar su labor y andanzas habituales.
Dos géneros musicales del cancionero popular venezolano ya extintos, como lo son la bolera y la guasa, sirvieron de soporte musical perfecto para cantar a nuestras cocineras criollas. Desde finales del siglo XIX y hasta mediados del XX ambos ritmos eran muy populares especialmente en Caracas, pero su evolución hacia otras métricas los dejó rápidamente confinados al repertorio de memoriosos cultores musicales, a un pequeño catálogo de partituras o a los gastados surcos de algunos vinilos que eventualmente nos recrean sus sonoridades.
Inicialmente me vino a la mente una emblemática bolera caraqueña que toma como inspiración justamente a las cocineras.
Siete cocineras tengo cómo no voy a engordar
si con ellas me entretengo y no tengo en que pensar.
Compuesta por Demetrio Araujo, fue recopilada y armonizada por el maestro Vicente Emilio Sojo bajo el título de Siete cocineras tengo y narra la historia de un casanova caraqueño que se jacta de sus conquistas amorosas entre el personal de cocina de casas de familia y locales comerciales del centro de la ciudad. Son siete las mujeres que “se disputan la atención” del narrador de la historia: Rosa, Sinforosa, Ninfa, Petra, Catalina, Ana Hortencia y una cuyo nombre se reserva. Aunque el título hace referencia a siete cocineras solo las dos primeras están vinculadas con la actividad gastronómica según el texto de la canción.
Suculentos retallones enrollados en papel
y migajas de turrones me trae Rosa del hotel
Sinforosa me prepara vino y ron con Peppermint
recogidos en taparas de las sobras del festín.
De estos versos se desprende que los encuentros amorosos estaban matizados por ávidas degustaciones de manjares y bebidas que ambas damas obsequiaban a su enamorado. Retallones se le llamaba a las porciones de comida sobrante que habitualmente se regalaban a los vecinos, desposeídos o que se reservaban para las comidas del día siguiente. No se trataba de sobras propiamente sino de raciones que no fueron probadas o sopeteadas por los comensales.
Pero como no solo de pan vive el hombre, estas improvisadas meriendas eran acompañadas por refinadas bebidas recolectadas por las jóvenes cocineras en totumas, especie de vasijas de origen vegetal elaboradas a partir del fruto seco del árbol del totumo o taparo que se conoce en toda Centroamérica y algunos países sudamericanos. También llamada tutuma, tapara, huacal o morro, era ampliamente utilizada por los pueblos originarios como implemento de cocina para contener líquidos y sólidos, tomar agua, café y otras bebidas.
En algunos banquetes familiares o en los servicios de restaurantes donde trabajaban estas cocineras, se servía todo tipo de refinados licores. El gusto del caraqueño por las bebidas alcohólicas transitaba entre los licores nacionales y los importados como el brandy, coñac, vino o champán. Muy del gusto europeo, especialmente francés, era combinar licores fuertes con el llamado peppermint, licor de color verde y muy aromático elaborado a partir de la hoja de menta.
Detrás de este anecdótico relato se solapaba una realidad menos divertida que subyugaba a la mayoría de las cocineras que no llegaron a conocer las cocinas a kerosene, gas o eléctricas. Su labor diaria era realizada estoicamente tras una nube de humo y hollín que producía los fogones a leña y carbón que se utilizaron hasta bien entrado el siglo XX y que, aún hoy en día, están presentes en muchas casas de poblaciones recónditas del interior del país o en las modestas viviendas de las grandes urbes que, en pleno siglo XXI, han sido golpeadas por la escasez de gas doméstico o electricidad.
Una guasa titulada Las cocineras, muy popular en la Caracas de la primera mitad del siglo XX, expresa el sufrimiento diario de muchas de estas mujeres que invertían buena parte de su jornada intentando tener buen fuego para cocinar los alimentos de la jornada.
Cuando las cocineras a prender candela van:
arrugan cara, erizan el pelo y rompen a llorar
Leña verde del demonio, por qué no quieres arder
¡Ah malaya el cuero de este leñatero! que me hace padecer
La guasa tuvo su momento de esplendor en las décadas de los 30 y 40 del siglo XX gracias al impulso dado por los trabajos de recopilación y difusión que hicieran el maestro Vicente Emilio Sojo y el musicólogo Juan Liscano. Su procedencia sigue siendo incierta aunque el Maestro Sojo, en una pieza de su autoría, le atribuye a Puerto Cabello su paternidad:
“La guasa tiene gracias mestiza, Puerto Cabello le ha dado el ser,
llegó a Caracas de forastera y El Guarataro la vio crecer”
Difundida principalmente por la región costera del estado Miranda pero es en Caracas en donde la guasa logra mayor desarrollo y visibilidad. El mismo maestro Sojo escribió en cierta oportunidad, refiriéndose a los dos géneros musicales citados en este texto: “El Guarataro, viejo barrio de Caracas, amoroso y pendenciero, al cual Venezuela debe sus más prestigiosas guasas y las boleras peor intencionadas”.
El resto de los versos de esta divertida guasa, cuya versión grabada se puede ubicar en YouTube interpretada por la agrupación Pasacalle, expone la principal causa por las que la leña generaba semejante humareda:
Juntan la leña verde maldiciendo al resoplar
porque la humareda que está en la cocina las hace estornudar
El demonio que me lleve ya no tengo salvación.
Perdí la paciencia, el alma y la vida soplando este fogón
Los vendedores ambulantes de leña y de carbón fueron también protagonistas de la letra de muchas canciones populares grabadas por los llamados grupos cañoneros que surgieron en las principales barriadas caraqueñas e interpretaban temas inspirados en la realidad de su entorno inmediato con letras cargadas de mucha picardía, ironía y doble sentido. Desde el punto de vista estrictamente musical, los cañoneros abarcan en su repertorio distintos ritmos tales como la guasa, el merengue venezolano, el pasodoble caraqueño, el joropo central y el vals.
Uno de los merengues cañoneros más conocidos que ha llegado hasta la actualidad gracias a las versiones de Cecilia Todd o la agrupación El Rucaneo del Mabil es El novio pollero, que relata los amoríos de la moza de la casa, probablemente la cocinera, con los diversos marchantes que le ofrecen su mercancía:
Yo tengo un novio pollero, caramba, si usted lo viera,
que cuando va por las calles parece que así dijera:
”Van los pollitos, los pichoncitos, los guanajitos y los paticos”
El otro personaje al que hace referencia es el proveedor del carbón que utiliza en sus faenas diarias de cocina:
Mamaíta, mi carbonero no vino anoche, ni vino ayer.
Y yo lo estuve esperando desde las ocho hasta la diez.
Sirva este breve recuento de algunas canciones que recopilaron el sentir y el hacer de muchas mujeres que le dedicaron los mejores años de su vida a llenar de sabor y alegría las mesas de varias generaciones de venezolanos. Valiéndome de los últimos versos de la Elegía de Juanita de Aquiles Nazoa, expreso mi compromiso en enaltecer el recuerdo de todas esas cocineras anónimas que ayudaron a moldear la sazón y enriquecer la memoria gustativa del venezolano.
Mas yo te ofrezco —y no es promesa fatua
glorificar tu efigie en una estatua
que en vez de pedestal tenga un fogón.
Miguel Peña Samuel