Un estudio titulado Mujeres y Prisión en Colombia, publicado por el diario El Espectador de ese país y desarrollado de manera conjunta por la Pontificia Universidad Javeriana, la Cruz Roja y el Centro de Investigación y Docencia Económica, de México, refleja la realidad de muchos migrantes venezolanos que hoy forman parte de la población carcelaria, lejos de sus familias.
Hasta marzo de 2022 había 2859 internos extranjeros; de ellos 2389 eran venezolanos y venezolanas (el 84 %): 332 eran mujeres, el 14% de la población total. La mayoría de ellas, al igual que las colombianas, fueron condenadas por delitos de tráfico, fabricación o porte de estupefacientes, o por hurtos.
El trabajo que consta de varios capítulos, analiza en uno de ellos la situación de las mujeres que son madres (85% del total) y están recluidas en las cárceles colombianas en Maternidad tras las rejas. «¿Cómo están las mujeres y migrantes venezolanas que son madres y están en las cárceles de Colombia? La respuesta corta: mal».
Las investigadoras encontraron que la gran mayoría de las reclusas son solteras, cabezas de familia –con la responsabilidad exclusiva de su hogar–, y de estratos socioeconómicos bajos. Los ingresos promedio de los hogares de estas mujeres antes de su detención eran inferiores a dos salarios mínimos mensuales legales vigentes. Esta caracterización, indica el estudio, es igual en el caso de colombianas y venezolanas.
La publicación recoge el testimonio de una reclusa venezolana identificada solo como Daniela, que fue capturada por hurto el 16 de diciembre de 2020.
El 7 de julio la condenaron. Daniela pidió prisión domiciliaria por ser madre cabeza de familia, pero el juez la negó porque los hijos no vivían en Colombia –eso dijo. También pidió la extradición hacia Venezuela dos veces y en las dos se la negaron –eso dijo. Y ya en la cárcel mandó solicitudes para poder tener visitas virtuales y ver a sus hijos a través de videollamadas desde los computadores de la institución, pero no han respondido.
La única opción, por ahora, es llamar. Su mamá o su anterior pareja –el que vive ahora en Bogotá– o una «compañerita» de la cárcel le colaboran: consignan plata a una cuenta de ahorros de la penitenciaría y con esta recarga el teléfono. El minuto hacia Venezuela cuesta 600 pesos –«uno de los precios más caros del mercado», dice Claudia Cárdenas, directora de la ONG Mujeres Libres.
«Las mujeres extranjeras en cárceles son mucho más excluidas. No tienen cerca a sus familias; dependen de otras familias que, de alguna u otra forma, las adoptan; sus gobiernos las abandonan y no reciben ayudas de ellos –ni asesorías legales ni kits higiénicos con toallas menstruales ni acompañamiento psicológico ni visitas para comprobar que no sean torturadas, por ejemplo. Y lo complicado, después, es cuando salen de prisión con la libertad condicional –que es el caso de la mayoría: tienen el pasaporte vencido, no tienen permiso de trabajo y, además, tienen la marca de ser pospenadas. Tienen que rebuscarse el dinero para el pasaporte y para enviarle a los hijos y a quienes los cuidan, y para el tiquete de avión o bus para volver y, claro, para ellas vivir mientras están a paz y salvo con el país e irse», dice Claudia Cárdenas.
«Ellas hacen parte de los eslabones más débiles», añade Liliana Sánchez, vicerrectora de investigación de la Javeriana e investigadora principal del estudio Mujeres y Prisión en Colombia.
El tráfico y el hurto son crímenes, en general, de supervivencia, relacionados con contextos de violencia e ingresos económicos bajos; en ese sentido, «la mayoría de crímenes cometidos por las mujeres privadas de la libertad –y eso lo tenemos muy presente– fueron a raíz de sus condiciones de pobreza», dice Esmeralda Echeverry, directora de la organización Cárceles al Desnudo.
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