«Siento placer lastimando a los seres vivos, animales y personas que fueran más débiles que yo, que no se pudieran defender».
Mary Bell. (psicópata)
Estoy muy satisfecho conmigo mismo, por gozar las grandes ventajas que da mi forma de vivir: poder urdir mí día a día, en ausencia holista de una conciencia que me limite. En realidad nunca he formado parte de nada, aunque hago ver otras cosas. Existe una serie de conexiones a mí alrededor, de las que a favor de mi propia suerte y de mis beneficios, me excluyo. Todo es típico, todo el tiempo, excepto yo mismo, claro. No formo parte de las tonterías del mundo.
No siento nada, y eso me hace ser muy poderoso. Si, poseo un terrible poder sobre los demás: Imito sus cursilerías, sus sensibilices, aparentemente me implico en sus pesares, en sus temores, hasta que, finalmente se confían tontamente. La actitud de los otros me resulta irritante y yo les castigo, poniéndoles tramas y llevándoles a la confusión. Pero eso, ya es la coda del juego, aunque si llevara mi propósito a todos sus términos, acabaría también de paso con sus estúpidas vidas, que insultan y sombrean mi gran inteligencia. ¡Me dan asco, todos; sin excepciones! Debo confesar también que me pasó buena parte de la noche, dando vueltas en la cama, ideando estrategias para dejar a algunos de mis estúpidos conocidos fuera de sus badulaques juegos. No obstante, me lleva mi tiempo desafiarles mediante su propia insulsez y desproveerlos de su propia insustancialidad, pero vale la pena. Aunque no me gusta perder el tiempo, dispongo de él para esta clase de asuntos. Elaboro cuidadosas estrategias, con tal de dejarles en ridículo, desarmados y atónitos, y vale la pena ver las lerdas caras que les quedan al final de mis actuaciones. Si algo puedo sentir es repulsión, asco y odio hacía todos esos cuyas vidas se rigen por las ñoñerías.
Cómo es natural, resulta imposible superar tácticamente mi mente, cómo también resultan inaccesibles los parámetros de mi juego. Yo soy más grande que Dios, soy mejor que él: no muestro piedad.
Podría describirme como un perverso polimorfo, narcisista, pero jamás lo admitiría públicamente, ya que no poseo ningún tipo de sentimiento de culpa. Mi noción de perversidad, en cambio, implica una estrategia de utilización de los otros y luego otra, de destrucción, sin que se produzca en mí un desequilibrio de la conciencia. Sencillamente, no la poseo. Me construyo a mí mismo, al saciar mis pulsiones destructoras. Bajo la influencia de mi grandioso “Yo” intento crear vínculos con los demás, atacando muy especialmente su integridad narcisista con el fin de desarmarlos. Luego, me concentro en el amor hacia sí mismos, su confianza en sí, la autoestima y las creencias ajenas. Al mismo tiempo, intento, de alguna forma, hacerles creer que el vínculo de dependencia hacia mí es irremplazable y que son ellos quienes me solicitan a mí. Soy un psicótico sin síntomas y encuentro mi equilibrio al descargar sobre los otros el dolor que yo no siento; mis contradicciones internas que me niego a percibir. Hago daño porque no sé existir de otro modo, me invaden ideas grandiosas sobre mi sublime importancia en el mundo, las fantasías me absorben, soy único, especial y poderoso.
Todos me lo deben todo.
Procuro que nadie comprenda mis intenciones reales. Tan sólo deseo encontrarme a mí mismo y lo hago todo el tiempo: los demás para mí no existen como individuos sino solamente como espejos. Quizás soy una cáscara vacía que no tiene una existencia propia, quizás soy alguien falso que intenta crear una ilusión que enmascare su vacuidad. Jamás me he reconocido como un simple ser humano, pues soy Dios y me he visto obligado a construirme un juego de espejos para tener así la sensación de que existo entre los banales hombres. Soy como un caleidoscopio: por mucho que mi juego de espejos se repita y lo multiplique, no dejo de estar formado por el vacío. No dispongo de sustancia, entonces conecto con los demás como una sanguijuela, intentando sorber sus vidas. Como un despiadado vampiro, necesito alimentarme de las sustancias ajenas. Muy a menudo me siento invadido por “otro” y no puedo ni me permito prescindir de él. Siempre me acompaña una sensación de que se me niega en mi individualidad. Los otros no son para mí individuos, sino reflejos. Cualquier situación que ose poner en peligro mi sistema de espejos – en tela de juicio – que enmascara mi vacío, consigue en mí una reacción en cadena de un furor ilimitadamente destructivo. Soy una máquina de reflejos y busco – en vano – mi propia imagen en el espejo de los demás.
¿Lo dije ya? Soy insensible. No tengo afectos. ¿Cómo podría ser diferente? Pues no deseo sufrir jamás. Desde luego soy mejor que Dios, pues me hallo colocado en una posición de patrón de referencia del bien y del mal y de toda la verdad. Adopto aires moralizadores, de superioridad y de distancia. Por ello exhibo unos valores morales irreprochables con los que doy el pego y también denuncio la malevolencia humana. Después bien sé que presento una total ausencia de interés y empatía por los demás, pero no obstante, deseo a toda costa que los demás se interesen en mí, pues soy grandioso y deben mirarme. Y me lo deben todo.
Mi principio de funcionamiento, es evitar cualquier afecto, sencillamente, los acabo fingiendo según lo que pueda ganar con ello. Mi fuerza estriba en mi magnánima insensibilidad. No conozco ningún escrúpulo ni tampoco ninguna orden moral.
Mi relación con mis víctimas: Mi imaginación no tiene límites cuando me propongo aniquilar la buena imagen que alguien tenga de sí mismo: suelo apuntar directamente a sus lados débiles, hasta situar a mis elegidos en un registro del descrédito y de la culpabilidad; es decir, procedo a desestabilizarles hasta hacerles sentirse culpables de todo. Acto seguido, opto por descalificarles, privándoles de todas sus cualidades: hay que dedicarse a decirles y repetirles muchas veces que no valen nada, que son un saco de defectos, hasta que acaben creyéndoselo. Al principio procedo de una forma «Light», de un modo soterrado; en el registro de la comunicación no verbal, que yo por supuesto llevo ensayada desde mi más tierna infancia: lanzo miradas despectivas, insinuaciones, alusiones desestabilizadoras, comentarios agrios, observaciones desagradables y les critico indirectamente; una buena manera es hacerlo mediante una broma o alguna que otra burla en público.
Como mi víctima ya la he elegido ex profeso, como vengo mencionando, pues debido a su talante natural por sentirse culpable por todo (en especial muerden muy bien el anzuelo aquellos/as que acaban de tener una reciente pérdida de algún ser querido, han sufrido malos tratos o tuvieron una infancia traumática y por tanto poseen vínculos familiares desunidos y poco firmes y por ello son especialmente frágiles y necesitados de alguien como yo, que les aporte la seguridad que les falta.) Considerarán éstos, por tanto, difícilmente mis «agresiones perversas» como tales, pues suelo transmitirles entre todas ellas un fuerte matiz de seguridad del que difícilmente querrán prescindir, al menos antes de que comience con la fase del dominio, que suelo aplicar cuando la víctima ya se encuentra desestabilizada y depresiva.
Por ello, les resultará imposible defenderse de nada, puesto que no tendrán unas pautas claras a las que atenerse, siempre puedo hacerles creer que son ellos unos paranoicos, y eso también -podéis creerme, amigos míos -, acabarán por aceptarlo. Puesto que mis palabras les servirán de espejo, un apoyo logrado a sus identidades frágiles y a su falta de confianza ya existente, acabarán así por incorporar mis alusiones en sus auto conceptos y aceptándolo todo como verdades. ¡Les arrastro conmigo y les acabo por imponer una versión falsificada de la realidad! ¡Ah, amigos; es todo un arte! Luego, otro buen método que oso emplear con muchísimo gusto, es descalificar a mis víctimas mediante paradojas, mentiras y otros procedimientos similares, exquisitas artes manipuladoras que se extenderán desde mis elegidos hasta todo su círculo de relaciones, que incluye la familia (la poca que pueda tener, no suelo apostar por alguien con un vínculo fuerte, como ya dije). Les hago ver, poco a poco, que todos son unos idiotas y que pueden y deben prescindir de ellos, pues ya me tienen a mí y he de ser necesariamente el núcleo de todas sus existencias. Total: destino todas mis estrategias a hundirlos, y con ello, me revalorizo por completo. Algunas de mis habilidades las he aprendido de los sabios guerreros chinos, uno de ellos: Sun Tzu, del cual tomé la exquisita habilidad y estratagema, para enfrentar a mi víctima con los otros y así provocar entre ellos rivalidades y celos. Los guerreros chinos lo hacían entre sus pueblos; y os digo que funciona.
Mi perversión interior fascina, seduce y da miedo. Sé que todos me envidian, pues saben que soy portador de una fuerza superior que me permite salir siempre ganando. En efecto, sé manipular de un modo muy natural, soy un verdadero artista. Todo el mundo acaba comprendiendo que es mucho más sabio estar de buenas conmigo que contra mí. Es la ley del más fuerte y punto. El mundo funciona así y lo he visto desde siempre: si los demás no lo ven, que se jodan.
El más admirado es quien sabe disfrutar más y sufrir menos. En cualquier caso nadie presta atención a los débiles, que pasan de ser eso a convertirse en poco listos. ¡Cuánto les detesto! Lo mejor de todo es que cuando mi víctima sucumba a mi voluntad y a mi dominio, ya la habré llevado al punto exacto en el que opte por idolatrarme tanto, que con el pretexto de respetar mi libertad se vea conducida a ignorar su situación. En efecto, una manera de entender la tolerancia hacia mi persona consiste en que acaben por abstenerse en intervenir en las acciones y opiniones que expongo, aun cuando éstas le parezcan desagradables e incluso moralmente repulsivas. Manifiestan así mismo una indulgencia inaudita en relación con las mentiras y manipulaciones que llevo a cabo. Mi lema es: “el fin justifica todos los medios”. Al final, si todo sale según lo previsto, los convierto en cómplices de mis maldades, por pura indiferencia, y acaban perdiendo todos sus límites y principios. Deberían estarme agradecidos, ya que hago de ellos unos seres libres. Eso sí, delimitados entre los cercos de mis dominios. Los psiquiatras de todo el mundo se mostrarían dubitativos a la hora de calificar mi personalidad y sólo lo harían para expresar su incapacidad de intervenir, o bien por mostrar su curiosidad ante mi habilidad deliciosa de manipular, mi intelecto sublime y sumamente retorcido.
Algunos de esos loqueros discutirían mirándome, acerca de un síntoma de perversión moral o tal vez preferirían hablar de psicopatías: un vasto desván en el que tienden a acumular todo lo que no saben curar. Pero mi perversidad no proviene de ningún trastorno psiquiátrico, sino de mi fría racionalidad que combino con la incapacidad de considerar a los demás.
Puedo fingir cualquier enfermedad mental, hacerme pasar por un experto en materia psicoanalítica, puedo cometer actos delictivos por pura distracción o diversión, por los que se me juzgue luego, pero la mayoría de las veces uso mi encanto y mis excelentes facultades de adaptación para abrirme camino en esta sociedad, dejando tras de mí a unos cuantos estúpidos heridos y con sus vidas devastadas. Psiquiatras, jueces o educadores, caerán en mi trampa cuando me haga pasar por víctima dejándoles ver lo que esperan de mí. Para seducirlos mejor, me acabarán atribuyendo sentimientos neuróticos. Mi crueldad es inimaginable incluso para esos psiquiatras, soy un verdadero depredador, un asesino psíquico – por ahora -. Reitero que jamás reconocería mis propios errores, pues simplemente carezco de ellos; no asumo ningún tipo de responsabilidad porque no es mi cometido. Sin embargo, trato de falsear las realidades a fin de borrar cualquier huella de mis supuestas fechorías.
Debo darle las gracias a la renombrada y talentosa escritora, mi dilecta amiga Claudia Bürk, con quien he dialogado sobre «las confesiones de un psicópata» en el logro de este monologo del Coronel psicópata, narcisista, licántropo y voyerista.
«Nací con el Demonio como mi patrón a un lado de la cama cuando vine al mundo y ha estado conmigo desde entonces…»
H.H. Holmes (psicópata)
Crisanto Gregorio León