Ser viejo no es un insulto, es la consecuencia de haber vivido, de haber crecido y haber podido ajustar las velas en tiempos de tormenta.
Ser viejo es haber aprendido el arte de modular al tiempo sus quejidos y dominar sus fríos, es haber logrado saborear al máximo la dulzura de las uvas del tiempo, es haber sembrado igual sobre tierra fértil o sobre tierra seca, mas aunque no siempre haya sido la cosecha el resultado esperado siempre fue bienvenida.
Los tiempos felices, fuertes y laboriosos pasan rápido. Algunos no aceptan que llegaron a la edad mayor y sufren, otros envejecen a la sombra de los árboles que también envejecen, otros se dedican a entonar su canto, a evocar los sueños vividos en medio de aquella melodía que susurran las hojas secas empujadas por el viento…
A todos nos llega el momento en el que nos toca devanar hilo por hilo, brizna por brizna el perfil e interior de la casa que se va quedando vacía, sin niños, sin quehaceres, sin prisa, sin compañía, sola.
Sin remedio llegan los momentos que nunca imaginamos. Acunamos distancias, lloramos soledades, disfrutamos (los más afortunados) de un calorcito humano en medio del frio que acompañan nuestros huracanados glaciares. Con los años las cosas se nos van desvaneciendo en la mente, el tiempo no pasa en vano y los años pueden llegar a pesarnos mucho…
Somos gaviotas de un momento de vuelo fugaz sobre el océano de la vida, aprendemos, siempre aprendemos aunque estemos muriendo, aprendemos del viento que aúlla y prolonga su insomnio hasta que cierra la noche sus corolas.
La realidad es que somos apenas el haz de un momento vertiginoso, algunos pasarán de largo sin haber dejado su leyenda, otros trataremos de dejar el mensaje que dejan los años, mensaje que no todos podemos escribir.
Amanda N. de Victoria