El obispo Montes de Oca desafió a la dictadura y fue desterrado

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Con los primeros rayos de sol llegaba el padrecito a la temible y lúgubre cárcel del Castillo Libertador de Puerto Cabello a visitar a los presos políticos. Les llevaba pan de trigo recién horneado, queso fresco, frutas, revistas que no tuvieran contenido político, -y bajo la manga-, artículos de prensa bien comprimidos para ocultarlos entre la estola de su vestimenta, así como cartas de los seres queridos.


A los centinelas también les obsequiaba panecillos y siempre, siempre pero siempre, los conminaba a comulgar al tiempo que les recalcaba que las torturas y los castigos «eran obra del demonio» y que toda acción en detrimento de los derechos del hombre sería condenada «el día del juicio final» del cual nadie escaparía. Cuando le impedían el acceso al castillo, se plantaba en La Planchita y desde allí oficiaba la misa dominical para bendecir a los confinados políticos y también a sus verdugos.

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«El padrecito» como le llamaban los guardias del régimen gomecista, encarnó la peligrosa labor de auxiliar caritativamente a los presos políticos y sus familias, practicando la «espiritualidad de Encarnación», aprendida por su padre espiritual Aguedo Felipe Alvarado, obispo de Barquisimeto.


Pero las visitas clandestinas a las mazmorras del gobierno tiránico no eran ajenas para el cruel mandamás, que no solo espiaba de cerca «al obispo», sino que conocía cada maniobra en procura de los desterrados y los proscritos. Los tentáculos de Juan Vicente Gómez habían pescado desde hace mucho tiempo, el alto estamento religioso en Venezuela.


Esa acción de monseñor Salvador Montes de Oca solo era el comienzo de su entrega total por el reinado de Jesucristo, por su amor inquebrantable al Ministerio Sacerdotal y por la defensa a ultranza de la Doctrina Católica.


A medida que envejecía la dictadura gomecista, las pocas libertades cívicas iban constriñéndose. En cada estado se planta un señorío feudal impuesto por el Benemérito, todos afectos a su íntimo círculo sombrío, quienes pronto imponen el miedo y el pánico como política de Estado. A pesar de esto, Gómez permite la creación de cuatro nuevas diócesis, en Venezuela: Coro, Cumaná, San Cristóbal y Valencia (1922).


Su abnegación e inquebrantable defensa de los postulados de la Iglesia allanaron el camino para que Montes de Oca, con tan solo 32 años de edad, fuera ordenado como segundo obispo de Valencia, estado Carabobo, el 20 de junio de 1927, pero lejos de creer que aquella designación sería un edén en la Tierra, encuentra en su pontificado un camino sembrado de espinas.


Y las acciones del obispo pronto comenzaron a turbar a los personeros gomecistas que llevaban a Maracay los cuentos de «tropelías del padrecito», quien esperaba a los presos políticos fuera del recinto carcelario, recogiéndolos en su automóvil cuando eran liberados. Uno de ellos fue Andrés Eloy Blanco que, en su discurso al tomar la Presidencia de la Asamblea Constituyente de 1947, refirió el episodio con notable reverencia y gratitud.
Retó a Gómez.


Tras la muerte de Joaquín Mariño, un preso político confinado en los sótanos de la Casa Páez, luego de ser arrestado por La Sagrada (policía de Gómez) por repartir propaganda comunista, monseñor Montes de Oca inició los preparativos para el sepelio.


Mariño oficialmente se había suicidado colgándose de las trenzas de sus zapatos, pero sus familiares descubrieron en el cuerpo visibles signos de tortura cuando abrieron el ataúd al sospechar que algo turbio sucedía porque la gobernación había ordenado que nadie abriese la urna, y para tal fin asignaron guardia permanente.


Cuando el Gobierno supo que monseñor estaba frente a los oficios religiosos, inmediatamente le comunicaron que por tratarse de un suicida la Iglesia no podía rendirle entierro cristiano, orden que por supuesto, el obispo ignoró desafiando abiertamente al régimen pues estaba reconociendo que Mariño había sido asesinado.


Pero las «pendencieras acciones» de Montes de Oca parecían ser cada vez más insolentes para el gomecismo, sucediendo que, durante la Semana Santa de 1929, al momento de realizar el ritual de visita a los templos del Jueves Santo, monseñor exhortó a una gran multitud de fieles que le rodeaba, orar por la libertad de los presos políticos que sufrían el horror en las cárceles del país. La osada arenga pública del obispo de Valencia provocó indignación inmediata en el gobierno.


Otro fue el caso cuando el presidente del estado Carabobo, el general Santos Matute Gámez, quien se había divorciado de su esposa tenía pensado contraer nuevas nupcias. Este gobernante «era dueño de bares y prostíbulos… bajo su mandato, la ciudad de Valencia vivió el signo de la inmoralidad y del oprobio».


Debido a esto, Montes de Oca escribió una carta pastoral en su periódico episcopal en la cual condenaba el matrimonio con divorciados, recordando a los fieles, las penas canónicas en que incurrían, que habiendo recibido ya una vez, dicho sacramento, amparándose en el divorcio civil, contraían nuevo matrimonio. El vínculo del matrimonio era indisoluble, recalcó el prelado.


El comunicado causó una tormenta por la crudeza de la doctrina y su lenguaje expuesto sin eufemismos, por tanto, fue publicado por el Diario La Religión en Caracas, llegando obviamente a una audiencia más amplia. Fue la excusa perfecta para el Gobierno sacar del camino a un sacerdote incómodo.


«El argumento legal que se invocó contra Montes de Oca, fue que con esa pastoral, se había rebelado contra la soberanía nacional, al desconocer el matrimonio civil y por tanto, violado el juramento que prestara de sostener y defender la Constitución de la República y de obedecer y cumplir las leyes, órdenes y disposiciones del Gobierno».


Arrestado y extrañado de la patria


El 11 de octubre de 1929, el presidente encargado de la República, Juan Bautista Pérez, firmó el Decreto de destierro. No había aparecido aun en Gaceta Oficial, cuando ya el obispo estaba siendo aprehendido, al ser interceptado cuando regresaba en automóvil a Valencia.


Fue trasladado a la sede de la Prefectura de Caracas en donde se le confinó a una sala aislada, sin comunicación alguna por más de catorce horas. Ya en la tarde, fue conducido al puerto de La Guaira y obligado a embarcarse en un vapor con destino a la isla de Trinidad y Tobago, llevando por único equipaje lo que vestía y su brevario.


El historiador Luis Heraclio Medina asienta que Montes de Oca sufrió la encarnizada persecución del Gobierno, del estamento eclesiástico y hasta de sus cercanos. «Dicen que lloraba en silencio por tantas traiciones y componendas. Nuestro mártir obispo se enfrentó a tres demonios: el gomecismo, la misma iglesia y los nazis que terminaron fusilándolo en Italia durante la Segunda Guerra Mundial».

El obispo Salvador Montes de Oca, nació en Carora, estado Lara, 21 de octubre de 1895, creyó y honró el santuario sagrado de la familia, el hogar donde nacen y crecen las virtudes cristianas. Su testimonio de vida consagrada fue inalterable ante los contrastes, ambiciones, incomprensiones e insinuaciones de sus hermanos en la fe.

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