En tiempos de Jesús a las mujeres que cometían adulterio se les daba muerte apedreándolas. Y sucedió el caso de una mujer adúltera, llevada hasta donde se encontraba Jesús, con la intención de “ponerle (a Jesús) una trampa y poder acusarlo” (Jn 8, 1-11).
Si ordenaba apedrearla, ¿dónde quedaban el perdón y la misericordia? Y si no estaba de acuerdo en el castigo mortal, ¿dónde quedaba el cumplimiento de la Ley?
Pero Jesús, con su Sabiduría infinita por ser Dios, no hace ni una cosa, ni la otra, sino todo lo contrario. Comienza a escribir sobre el polvo del suelo. Y les responde: “Aquél de ustedes que no tenga pecado, que le tire la primera piedra”. Luego siguió escribiendo en el suelo. Poco a poco, uno tras otro comenzaron a escabullirse.
¿Cuál sería esa escritura misteriosa que Jesús hacía sobre el polvo? Algunos piensan que escribía los pecados de los acusadores. Por supuesto, no les quedó más remedio que escabullirse.
Jesús propone algo absolutamente nuevo no contemplado por la Ley: sólo el que esté libre de pecado puede lanzar piedras. ¿Y quién es el único libre de pecado? Solamente Él.
Entonces se quedan solos la pecadora y Jesús. Ella no se excusa, se sabe culpable, está de pie frente a Él. Jesús vuelve a levantarse y le pregunta: “¿Dónde están los que te acusaban? ¿Nadie te ha condenado? … Tampoco Yo te condeno. Él, que sí hubiera podido tirar la primera piedra, no la condena, la perdona.
Pero ¡ojo! Jesús no la apoya en su pecado. Muy al contrario: le ordena que no peque más: “Vete y no vuelvas a pecar”.
Hay muchas enseñanzas en este impactante relato bíblico. Dios conoce todos nuestros pecados, hasta nuestros más escondidos pecados, y sólo espera que estemos a sus pies para perdonarnos y pedirnos que no volvamos a pecar. No importa la gravedad del pecado, Dios lo único que desea es que aceptemos nuestra culpa y que nos arrepintamos. La mujer adúltera no buscó excusarse. ¿Y nosotros? ¿Nos excusamos o nos reconocemos culpables?
Nadie tiene derecho a condenar a nadie. Nadie puede tirar la primera piedra. Todos somos culpables de algo. Reconocer nuestras culpas nos ayuda a no estar pendientes de las de los demás. Y nos ayuda a perdonar.
Dios sí podría acusarnos, pero no lo hace. Él sólo espera que nos arrepintamos y que vayamos a la Confesión para perdonarnos.
Reconocimiento de nuestros pecados -sin excusas- arrepentimiento, intención de no volver a pecar y Confesión es lo único que Dios nos pide.
Isabel Vidal de Tenreiro
www.homilia.org