El «acto de agresión» de Rusia contra Ucrania, que así lo califica la Asamblea General de Naciones Unidas en su “período extraordinario de emergencia” de 1° de marzo de 2022, siguiéndose por la definición adoptada por ella misma a propuesta de la antigua Unión Soviética (A/RES/3314-XXIX de 14 de diciembre de 1974), por constituir “el primer uso de la fuerza armada por un Estado en contravención de la Carta” de San Francisco y del párrafo 4 de su artículo 2, ha provocado un verdadero quiebre histórico. Es monumental.
Es, por una parte, el punto de cierre de una guerra anterior en curso, prorrogada y no atendida – 13.000 muertos y 30.000 heridos sumaron en 2015 cuando se reúne el llamado Cuarteto de Normandía – y que la comunidad internacional se reveló incapaz de conjurar. Es, además y por la otra, la culminación de un largo proceso de transformación integral del orden jurídico y político internacional venido desde 1989, hace tres décadas. China y Rusia han puestos sus cartas sobre la mesa desde el 4 de febrero pasado.
Se abre ahora, quiérase o no, una “Era nueva” en las relaciones internacionales, tal y como lo sostienen desde sus perspectivas las mencionadas potencias en su Declaración Conjunta de Beijing.
Más allá de abordar los incidentes de la conflagración en curso, los Jefes de Estado y Gobierno suscriptores de la Declaración de Versalles de 10 y 11 de marzo de 2022 y la Declaración de la OTAN de 24 de marzo no son extraños a ese quiebre «epocal»: En Ucrania se defienden “nuestros valores compartidos de libertad y democracia”, reza la primera, en tanto que la segunda acepta que “la guerra no provocada de Rusia … representa un desafío fundamental a los valores y normas que han llevado seguridad y prosperidad a todos en el continente europeo”.
La guerra contra Ucrania es el desencadenante de una cuestión de fondo, a la vez geopolítica e identitaria – no se olvide que nos encontramos en el siglo de las deconstrucciones ciudadanas y territoriales, tras las que quedan las proximidades culturales – que aflora con más costos irreparables sufridos, en carne propia, por quienes no la olvidarán, los ucranianos, para su definitiva resolución. En ella media hoy el antiguo imperio otomano, la Sublime Puerta, y la acicatean los chinos simulando ser ajenos a los hechos.
Inmersos en trivialidades y pugnas estimuladas deliberadamente por el progresismo globalista y los discípulos de Gramsci y Adorno, los americanos y europeos de Occidente dilapidamos la larga transición que inaugurase la caída de la Cortina de Hierro (1989) y cierra el COVID-19. Presenciamos, culturalmente debilitados, un bautismo de sangre del Orden Global dentro de la medieval Rus de Kiev, madre de los rusos.
Entre tanto, celebramos la declinación de nuestras raíces judeo-cristianas y grecolatinas, haciendo imperar el relativismo, banalizando nuestras concepciones políticas y sobre la democracia, al punto de inventar la categoría de lo iliberal.
Ucrania, hasta ayer, nos interesaba como el patio trasero, puente con el Oriente, sobre el que se desandan los enconos partidarios de USA, como el de Donald Trump y Joe Biden. Uno, por tener intereses con el depuesto presidente ucraniano Yanukóvich, socio de Putin. Otro, por presionar al sucesor Zelenski para que le ofreciese pruebas sobre lo anterior. El poder nuclear – quince reactores – es la otra manzana de la discordia.
De este lado, durante la transición, más han importado la destrucción de estatuas, la quema de iglesias, forjar identidades al detal y avergonzarnos de nuestra memoria.
El Parlamento Europeo, ya había condenado en 2014 – no ahora en el fragor de la guerra – “la violación por parte de Rusia de la soberanía e integridad territorial de Ucrania y pide a Rusia que ponga fin con carácter inmediato a todo tipo de violencia”. La Asamblea de la ONU, que esta vez condena el «acto de agresión» ruso, ante similar hipótesis y con lenguaje sibilino, sin resultados, insta en 2020 “a la Federación de Rusia, en su calidad de Potencia ocupante, a que retire sus fuerzas militares de Crimea… y ponga fin sin demora a su ocupación temporal del territorio de Ucrania”.
Visto lo anterior, la condena por la ONU de “la declaración hecha por la Federación Rusa el 24 de febrero de 2022 de una «operación militar especial» en Ucrania” y el exigir que “la Federación de Rusia ponga fin de inmediato al uso de la fuerza”, votada afirmativamente por 141 Estados parte sobre 5 votos en contra – Rusia, Bielorrusia, Siria, Corea del Norte y Eritrea – mediando 35 abstenciones, en modo alguno significa que el orden mundial de 1945 esté resucitando, ahora sí, sobre bases sólidas. No nos engañemos.
La misma Declaración de Versalles, adoptada por los jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europa, no es ajena a lo señalado: “La guerra de agresión rusa constituye un vuelco descomunal en la historia europea”, asienten aquellos. Aceptan que el desafío presente es estar a la altura “en esta nueva realidad, protegiendo a nuestros ciudadanos, nuestros valores, nuestras democracias y el modelo europeo”. Salvo USA, los americanos del norte, centro y sur, de conjunto y como parte de Occidente, permanecemos a la zaga, sin narrativa propia, y ello también cabe observarlo pues los efectos de la guerra y del Orden Nuevo, que vemos como cosa distante, los cargaremos a cuestas durante dos generaciones más, hasta 2049.
Vladimir Putin y Xi-jinping, en los días previos a la agresión a Ucrania por el primero, desde Beijing le han dicho al mundo sobre sus reglas, que se harán presentes en la negociación de la paz, mientras el primero afianza, ganando, su estatus quo de 2014. Nos miran con desprecio, en suma, pues hemos sido incapaces de defender a nuestra milenaria historia, por lo que nos espetan, sin ambages, que ellos cuentan, como potencias mundiales, “con un rico patrimonio cultural e histórico” y “tradiciones democráticas … que se basan en miles de años de experiencia”.
Asdrúbal Aguiar