La cercanía de la Semana Santa me hace recordar los preparativos que muchas familias venezolanas realizaban para compaginar el cumplimiento de los preceptos religiosos propios de estas fechas con las oportunidades de descanso y esparcimiento que les brindaba el asueto. La comida era uno de los aspectos planificados con mayor cuidado, bien se tratara de los opíparos menús de viaje vacacional o de las recatadas comidas caseras apegadas a las restricciones dietéticas establecidas por la cristiandad para conmemorar tan significativas fechas.
El ayuno y la abstinencia imponen ciertas limitantes en cuanto a los horarios de las comidas, la cantidad de la ingesta y los tipos de alimentos que se pueden consumir a lo largo de los cuarenta días que antecede a la semana mayor. La abstinencia aplica especialmente al consumo de carnes así como embutidos elaborados a partir de ellas, mientras que promueve el consumo de pescado así como la carne de chigüire, salada o fresca. Afortunadamente estas restricciones no aplican a la dulcería criolla, lo que permite a los fieles seguidores de la doctrina cristiana encontrar consuelo en algunas preparaciones que se han convertido en un clásico por estas fechas, como lo son el arroz con leche, los buñuelos de yuca y el majarete.
La austeridad es el común denominador en estas tres preparaciones. La mayoría de sus ingredientes formaban parte de las despensas de las familias venezolanas de diversos estratos sociales, desde las más humildes hasta las más encumbradas. Es quizás por ello que los piadosos espíritus de nuestras abuelas las adoptaron como parte del frugal menú de estas fechas, manteniendo a raya, en cierta medida, el pecado de la gula.
El origen del arroz con leche es impreciso y se le asignan múltiples gentilicios. Son muchas las cocinas regionales que lo han adoptado y exhibido como parte fundamental de su tradición gastronómica. No ha de sorprendernos encontrarlo en recetarios franceses, españoles, turcos, chinos y en los de casi todos los países americanos. Una de las primeras variantes que se pueden encontrar en la historia de este platillo se da en España, ya libre del dominio musulmán y gobernada por los católicos monarcas que guardaban la debida obediencia a la iglesia que prohibía la ingesta de lácteos durante la cuaresma. Bajo tal restricción, para su elaboración se usaba entonces leche de origen vegetal, específicamente la de almendras.
En Latinoamérica, el Arroz con leche se ha mantenido, en buena medida, fiel a la tradición, siendo pocas las variantes que se han incorporado a la receta original. Como herederos de la sazón ibérica conservamos el uso de la leche de vaca, el azúcar, la corteza de limón y la canela, tanto en rama para aromatizar la leche como en polvo para cubrir el postre antes de servirlo. La variante más significativa de la receta castiza fue la sustitución de la leche vacuna por leche de coco y el azúcar por papelón o piloncillo para regalar al resto de la humanidad el maravilloso Arroz con coco que vienen elaborando nuestras dulceras criollas desde tiempos inmemoriales.
La forma de comer el Arroz con leche y sus acompañantes también son variadas. Hay quienes lo prefieren caliente, recién preparado, con abundante canela por encima para sentir sus volátiles aromas en cada cucharada. Por el contrario, muchas otras personas prefieren comerlo una vez haya sido refrigerado y sentir la cremosidad que se genera al compactar ligeramente los almidones que desprende el grano de arroz. Con la aparición de la leche condensada industrial, buena parte de esta textura cremosa se obtiene incorporándola a la preparación.
Arroz con leche me quiero casar
con una viudita de la capital.
Como muchos de los dulces de nuestro repertorio nacional es cada vez menos frecuente comerlo fuera de las cocinas caseras, habiendo prácticamente desaparecido de las cartas de postres de los restaurantes. Me niego a pensar que el Arroz con leche solo sobrevive en la letra de una ronda infantil que últimamente hasta ha sido cuestionada por la llamada “generación de cristal”, quien ve en sus versos peligrosos rasgos machistas que deben ser erradicados. Ojalá no les dé por cuestionar también su milenaria receta.
La segunda divina presencia de esta triada dulcera son los buñuelos de yuca que también se preparan en otros países de nuestra América latina, incluyendo México, Ecuador, Cuba, Costa Rica, República Dominicana, Nicaragua, Perú, pero son los venezolanos los que hoy ocupan nuestra atención. El buñuelo que conocemos tiene su origen en España y se trataba de una masa frita de forma esférica elaborada con agua, leche, huevo o levadura, pudiendo estar rellena con elementos dulces o salados. A su llegada a tierras americanas, su elaboración se fue adaptando a los ingredientes disponibles y los gustos particulares de cada región, generando la amplia variedad que se conoce hoy. Sin embargo son los buñuelos de harina de trigo los que mayor presencia tienen en las cocinas regionales, existiendo variantes particulares como los picarones, que se consumen en Chile y Perú, elaborados con calabaza; los buñuelos de queso que se comen en la zona andina colombiana; en Panamá se les llama «torrejas» o «torrejitas» y son generalmente hechas de maíz tierno.
En Venezuela, los buñuelos de yuca, se preparan especialmente en Semana Santa aunque pueden disfrutarse en cualquier otro momento ya que su ingrediente fundamental se puede encontrar a lo largo de todo el año. Son de forma esférica y su cubierta exterior suele ser bien firme gracias al proceso de cocción por fritura a alta temperatura, conservando la suavidad en sus entrañas. Se sirven bañados con un aromático melado de papelón o con miel de abejas. Dependiendo del gusto de cada familia, en ocasiones se rellenan con quesos criollos o al servirse se le agrega queso salado que hace contraste con lo dulce del melado.
Por último, pero no menos apetitoso, tenemos al majarete, esa delicia de sabores ancestrales que forma parte de nuestra memoria gustativa gracias a los tres elementos fundamentales que lo componen: maíz, coco y caña de azúcar. Se trata de un dulce de consistencia entre gelatinosa y semisólida que se prepara en algunos países de la cuenca caribeña, pero la versión venezolana presenta características únicas que la diferencian significativamente de las que hacen en Costa Rica, Cuba, República Dominicana o Puerto Rico.
Se elabora a partir de la leche extraída del coco, aromatizada con ramas de canela y esencia de vainilla, en la cual se diluye la masa o harina de maíz hasta que cobre una textura cremosa al final del proceso de cocción. En la mayoría de los casos se le agrega parte de las virutas de coco rallado que sobraron del proceso de extracción de la leche de coco. Esta mezcla se vierte en platos hondos o bandejas de cierta profundidad y se deja “cuajar” a temperatura ambiente. Al desmoldar, se cubre con abundante canela molida antes de cortar y servir. Previo a la invención de la harina precocida, se elaboraba hirviendo el maíz pilado para luego molerlo y obtener una masa sedosa. Dependiendo del endulzante que se utilice, el majarete puede ser blanco, cuando se usa azúcar refinada, o presentar tonalidades oscuras cuando se endulza con papelón.
Los pequeños pueblos del interior del país se han convertido en los últimos bastiones en donde todavía se puede disfrutar de estos dulces criollos que huelen a fogón de leña y que saben a tradición. La Semana Santa ofrece la oportunidad perfecta para que los temporadistas que emprenden viaje a diversos destinos de la geografía nacional puedan disfrutar de estas delicias de nuestra gastronomía, bien sea en las ventas de dulces criollos que se niegan a cerrar, en las bandejas de las vendedoras ambulantes que recorren nuestras playas bajo el inclemente sol o en la visita a la vieja casa de la abuela que los sigue preparando con amor y devoción.
Miguel Peña Samuel