Una sobrina mía, que escribe e ilustra cuentos infantiles, a manera de fábulas, porque encierran una sugestiva enseñanza sobre valores para la vida, me ha inspirado con un de ellos este artículo…, al menos para empezarlo. El cuento se llama El árbol sabio y señala que lo es es porque conoce tanto de la tierra, donde hunde sus raíces, como del cielo hacia donde crecen sus ramas.
Es verdad, sabiduría es conocer y dominar los espacios donde se desenvuelve la vida humana. Está incompleto aquel que sabe mucho de la materia, de la vida de la tierra, del cuerpo humano y sus necesidades físicas y racionales, pero ignora el mundo del espíritu, los dominio del alma, donde se desarrollan el conocimiento y la fuerza de la fe. El hombre es una unidad de cuerpo y alma, se atrofia si se limita a centrar su interés sólo en uno u otra. Me hace recordar la conocida frase: *El médico que sólo sabe de medicina ni medicina sabe. * Es verdad, porque si se queda en la observación y los estudios del cuerpo e ignora el mundo
psíquico-espiritual, desconocerá la influencia de éste en aquél.
La razón y la fe son las fuerzas supremas del hombre creado a imagen y semejanza de Dios. Por la razón puede llegar al conocimiento de la verdad, pero si no asume y goza la fe, su conocimiento se atrofia, es un paralítico para adentrarse en el mundo del espíritu. Pena me dan los ateos, porque por aparentemente sabios que sean, se quedan a mitad de camino, no disfrutan de la luz brillante de la fe. Permanecen en las tinieblas de las raíces del árbol, pero no gozan de la libertad de las ramas creciendo hacia el cielo y la luminosidad.
Aunque en menor número en el mundo de hoy -existen como sectas aberrantes- también dan pena los espiritualistas puros, los que niegan al cuerpo sus derechos y lo someten a torturas extremas en busca de una absoluta libertad espiritual. Mentira, no podemos separar el cuerpo del alma porque negaríamos la condición y dignidad de cada persona humana. Cuerpo y alma, alma y cuerpo, unidad indivisible y armoniosa para ser, crecer y cumplir nuestra misión en este mundo.
¿Es malo ser ascetas y negarse ciertos placeres corporales, incluso espirituales? No, es muy bueno, sobre todo en este tiempo de Cuaresma, de penitencia y espera en el triunfo de la Resurrección. Como es para el deportista su entrenamiento, su dieta, cuando se prepara para la justa con ansias de ganar. Todos tenemos la meta del éxito. Para unos será en el deporte, como acabo de señalar; para otros en un trabajo profesional, científico, artístico o cultural. Para todos significa un esfuerzo de preparación y ejecución, con sus respectivas renuncias a placeres ocasionales para el cuerpo o el espíritu. Si asumimos esta tarea como una misión encomendada por Dios a nuestras manos, ningún sacrificio nos parecerá mucho si a través de éste alcanzamos un final feliz.
Para una madre, los sinsabores del embrazo y el parto -que son muchos- se borran cuando oye el llanto del bebé que trajo al mundo con el cual el niño saluda a éste. Cuando un deportista alza la copa de su logro llora de emoción y deja atrás sus músculos adoloridos, su deshidratación. Todos, cuando llegamos felizmente a la meta prevista nos desvestimos del pasado para encarar un futuro prometedor. Es ley de vida. Si no, huiríamos de toda lucha. Olvidar es básico para perseverar.
Nuestro esfuerzo, cual sea la propia vocación, es mantener el equilibrio entre los deberes y derechos del cuerpo y los del alma. Cuidar nuestra salud corporal con la alimentación, el aseo, el ejercicio, las consultas médicas y la toma de medicinas recetadas; cuidado con la automedicación. Cuerpo sano, mente sana y zapatero a tus zapatos, rezan un par de lugares comunes. El espíritu ha de nutrirse de la riqueza de cada religión seria, que ha de tener libros sagrados. La católica, la Biblia, el Evangelio y el Catecismo, más la vasta producción de santos y autores espirituales. Pies afincados, como raíces que crecen hacia la oscura y silenciosa profundidad de la tierra, para sostener en medio de cualquier tempestad el tronco y las ramas que buscan las alturas. Así también nuestras almas.
Alicia Álamo Bartolomé