“La Guerra y la Paz” es, como se sabe, la novela del ruso León Tolstói publicada mediante fascículos en 1867 y en tomo entero en 1869. Tomó prestado el título de Proudhon. La guerra y la paz son, hoy y siempre, dos caras de la moneda humana. Deseamos la segunda pero parece que no sabemos evitar la primera, acaso porque como en aquella canción de Chiquetete “No puedo vivir sin ella, pero con ella tampoco”.
La novela de Tolstói nunca he podido leerla completa en su tomazo gordo que intimida. Tal vez me hubiera sido más amigable en los fascículos de la edición primera, como leí los libros de Tintín que vendía el Hermano Esteban en el colegio. Lo que no podré (podremos) evitar será esta guerra que ha empezado Putin para imponer su paz a los ucranianos, a quienes empezó reclamándoles un pedazo pero parece que no se conforma sino con el pan entero. Hay una compleja urdimbre histórica en el asunto que se remonta más atrás que Stalin a los tiempos del zarismo, desde el Paneslavismo del que sería Alejandro II, pero estemos claros, nada justifica humana ni jurídicamente esta invasión masiva y cruel que es una violación del Derecho Internacional en toda regla.
Contra la invasión están el Secretario General de Naciones Unidas y la mayoría abrumadora de la Asamblea General, la Unión Europea muy unida y en su seno, casi todas las tendencias políticas en los estados miembros. También la OTAN y los Estados Unidos. Me impresionó ver en Televisión Española la sesión del parlamento de ese país, habitualmente tan crispado, coincidente en una condena unánime a la agresión de Putin al pueblo ucraniano. Cada uno con sus matices ideológicos y sus posiciones en el debate doméstico, pero unido en el punto central que es de principios.
La magra cantidad y la calidad de las compañías reunidas por el agresor nos ilustran acerca de la equivocación radical que cometen las autoridades de aquí al ubicarse como se han ubicado, renunciando a principios históricos de la política exterior como la no intervención y la solución pacífica de las controversias. Que ese alineamiento sea más o menos inevitable y natural consecuencia de su estrategia general, es tan lamentable como explicativo de la grave y prolongada crisis nacional en que nos tiene sumidos.
Pero el punto central es la guerra y la paz. La humanidad ha soñado con optimismo el logro de una paz estable, creado la ONU he inventado dispositivos para evitar la guerra y preservar la paz. Ha progresado el Derecho Internacional, ha desarrollado organizaciones internacionales, ha multiplicado los tratados bilaterales y los acuerdos colectivos y, sin embargo, la tragedia nos asalta una y otra vez con las más variadas explicaciones o, si usted prefiere, excusas. Recuerdo, al profesor Carlos Guerón que en foro de la serie convocada por la Comisión de Política Exterior de Diputados en el extinto Congreso de la República con motivo del colapso de la Unión Soviética, la caída del Muro de Berlín y el fin del “socialismo real” en Europa del Centro y del Este, dijo que ya veríamos que la guerra no era sólo un derivado del enfrentamiento entre bloques ideológicos que las planeaban desde salas situacionales en sótanos del Pentágono o el Kremlin, sino que “Demostraríamos que tenemos nuestras propias razones para matarnos”. Como razas, nacionalismos, fundamentalismos religiosos y sume usted lo que le parezca.
A mediados de la década de los cincuenta del siglo pasado, un filósofo francés llamado Jacques Maritain proponía una “carta democrática común” para la convivencia y como consecuencia de su censura a los nocivos nacionalismos, la visionaria necesidad de un gobierno mundial. No hemos progresado hasta ese punto los seres humanos, pero ya existe la esperanzadora unión Europea, la tutela internacional de los Derechos Humanos, la Corte Penal Internacional y los acuerdos internacionales sobre el Medio Ambiente y el Derecho del Mar. Sin embargo ¡Nos falta tanto!
Ramón Guillermo Aveledo