El otoño es triste pero bonito. Es el divorcio de los colores y la vida, es el deshojo de alegrías pasadas y la permanencia en el alma de los triunfos y alegrías que nacieron en la festividad de las emociones.
El otoño más que una estación climática es un estado del alma cuando hay separaciones dolorosas que el afecto transforma en nostalgia y en álbum de episodios imborrables. Pero como todas las estaciones el otoño pasa y en su resiliencia anticipa que superado el frio del invierno llegará la primavera con ropa nueva de esperanza y futuro.
Muchas veces no entendemos que las distancias no son caminos bifurcados, sino un ejercicio fatal del compromiso mutuo de prevalecer sobre la fatiga de intentar entenderse sin lograrlo. Hay ocasiones cuando el musculo de los sueños necesita templarse ante el espejo y no en pulseadas repetitivas y estresantes. Existe el ciclo del alimón y la etapa del águila que para rejuvenecer alas está obligada a recogerse en sí misma para reconstruirse y así remontar las cumbres nuevamente.
Lo importante de la compañía es saber que existe el vínculo amistoso por encima de las formalidades que requieren de nombres y etiquetas, es el saber que en el oleaje incesante el agua y la playa son el mismo paisaje que por independientes entre sí constituyen una combinación maravillosa y gratificante.
El otoño puede ser además una forma poética y sentimental de los románticos que se resguardan en la palabra amiga para enjaular a los demonios de la mente y no hacer de la polémica un torneo implacable para destruir egos.
El otoño es triste pero bonito. Esta dentro de nosotros como un auxiliar de trenes silenciosos que nos indica la estación más próxima para el regreso a los proyectos de la infancia. Un día ya no estaremos en la lista de pasajeros hacia Ítaca y en la desnudez del árbol seco quedará el recuerdo de cuando fuimos hoja y fruto al servicio de los sueños y las aves. Dios con nosotros.
Jorge Euclides Ramírez