“¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?”, nos alertó Jesús casi al final del Sermón de la Montaña (Lc 6, 39-45).
Hay muchos ciegos por ahí. Y ¿cómo dejamos de ser ciegos para ver bien? La luz que necesita el cristiano es la que nos da Jesús con sus enseñanzas. Y si aceptamos esas enseñanzas y las seguimos con docilidad, ellas mismas nos quitan nuestra ceguera y también iluminan a otros ciegos.
¿Quiénes son esos ciegos? Aquéllos que no pueden ver la importancia de seguir esas enseñanzas y aquéllos que no quieren seguirlas.
Es así como el discípulo que se deja formar por Cristo, al ir asumiendo y practicando sus consejos y enseñanzas, podrá ser esa luz para los demás, esa guía luminosa que los atrae. Pero, en realidad, quien los atrae es el mismo Cristo, que nos dijo: “Yo soy la Luz del mundo” (Jn 8, 12).
Ahora bien, para dejar de ser ciego hay que estar en continua conversión. Y ¿en qué consiste esa conversión? En reconocer los propios pecados y defectos… porque para poder guiar hay que ser luz. Y no se es luz cuando se anda cargado de pecados y defectos. Y –peor aún- sintiéndose con derecho de acusar y reclamar a otros sus defectos y pecados, cuando tal vez los nuestros son mucho mayores.
Para esto, Jesús presenta una característica a observar en nosotros mismos y en los demás: “cada árbol se conoce por su fruto”. Por cierto, los frutos no tienen que ser obras grandiosas u obras físicas que se vean –aunque pudieran también serlo. Los principales frutos son los que salen del interior de la persona, comenzado por los llamados Frutos del Espíritu: “caridad, alegría, paz, comprensión de los demás, generosidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí mismo” (Gal 5, 22-23).
Los frutos de cada persona –si es que no se ven a simple vista, porque los trata de esconder- en algún momento salen de su boca, sean buenos o sean malos, “porque de lo que rebosa el corazón habla la boca”, nos dice Jesús en este pasaje evangélico.
De allí la importancia de cultivar virtudes en nuestro interior, como el buen cuido que se le da a las plantas y árboles. ¿Cómo hacerlo? Cristo nos dejó la guía y la ayuda en Su Palabra y en Su Iglesia. En la Iglesia tenemos los Sacramentos, concretamente la Confesión y la Comunión, como auxilios indispensables para sanar y alimentar el corazón.
Y tenemos la oración, ese privilegio inmenso de poder comunicarnos con Dios cada vez que se nos ocurra, con la seguridad de que Él nos escucha. Ahora bien, su respuesta puede ser “sí”, “no” o “aún no”.
Sin embargo, la oración no es sólo pedir. Orar es, además, alabar a Dios. Orar es también agradecerle por todos sus favores. Orar es pedirle perdón por nuestras faltas. Orar es mucho más que sólo pedir y pedir.
Isabel Vidal de Tenreiro
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