No entraré en detalles sobre el largo proceso concluido ante la justicia – internacionalmente reconocida por su falta de autonomía y directo servicio a quienes detentan formal e informalmente el poder dictatorial en Venezuela – y que se ha concretado con la confiscación del icónico, casi octogenario, diario El Nacional.
La confiscación, cabe recordarlo, es una antigua institución, proscrita desde la modernidad, utilizada como medio de enriquecimiento por los reyes a costa de sus víctimas y arguyendo delitos como la traición. Así se hacían de los bienes de estas e incluso los de sus parientes y causahabientes, e incluía, por cierto, en el antiguo Derecho hispano, la confiscación de los bienes de las autoridades que hubiesen incurrido en delitos de coacción, lenocinio, violaciones, homosexualidades, y atentados contra la propiedad por el cobro de impuestos. Quedó eliminada bajo el constitucionalismo liberal gaditano de 1812.
Carecían de sentido las confiscaciones en los casos restantes de la gente común. La pena, en efecto, de ordinario se dirigía contra los integrantes de la nobleza – como la que se ha formado en la Venezuela actual y a lo largo de sus dos décadas de revolución depredadora y capitalismo salvaje. En el Medioevo se explica la figura como una manera de resolver la Ira regis, léase, la rabieta del mandamás de turno. ¡Que no les quede nada!, repetía a voz en cuello Hugo Chávez Frías, el padre de ese personaje incubado e iracundo que esta vez se ceba con los despojos del diario cuya edición impresa dejara de circular en 2018, por su misma obra.
Ella está proscrita en Venezuela. Lo estuvo durante la Constitución de 1961, que admitía la excepción de aplicar la pena de confiscación a quienes hubiesen subvertido el orden constitucional y democrático. Lo está a partir de 1999 – en norma que paradójicamente omite el supuesto anterior pues afectaba a los autores de esta – y admitida sólo en los supuestos, casualmente habituales, del enriquecimiento con los bienes del Estado o por vínculos con el tráfico de drogas.
Así las cosas, quienes encarnan al inexistente Estado venezolano, que se dividen el poder entre Miraflores y ahora la sede de Boleíta, que han destruido a la nación y se declaran afectados en su honor e intimidad por expresiones o afirmaciones vertidas en el diario El Nacional, tomadas de fuente extranjera, demandaron sus derechos de verse reintegrados y reparados. Proveyó la justicia ordinaria, pero mediando un escandaloso fraude al orden constitucional y un atropello del Derecho internacional de los derechos humanos.
La obligación de reparar mal puede tocar a quien informa apoyado en una fuente conocida y en ejercicio de un derecho democrático; menos puede destruir de raíz, por efecto de aquella, al otro derecho con el que colisiona, a saber, la libertad de expresión y de prensa. Se impone una prueba de balance y a ello está obligado el juez.
En el vigente derecho occidental no se admite la ilicitud de una noticia de prensa que incluso causando un fuerte maltrato implique el escrutinio público legítimo del poder político. No obstante, admitiéndose que este pueda exigir una reparación en resguardo de su honor y reputación afectados, ningún juez atado a las reglas de la democracia puede acordársela, en buen derecho, con desproporción. Llevar a la contraparte al punto de hacer con ella “tabula rasa” y, tratándose de un instrumento o medio para el ejercicio de un derecho crucial para la propia democracia como lo es el diario El Nacional, es la obra exclusiva de una arbitrariedad bajo la ley de la selva.
Que la reparación del honor del personaje de la dictadura venezolana beneficiario directo de la confiscación de El Nacional implique entregarle todos los soportes materiales, como la misma sede del periódico, habla de una clara e indubitable confiscación, al cabo inconstitucional; ello, más allá de las exquisites jurídicas en debate y de tratarse de un foro judicial controlado por el demandante.
Lo grave, lo protuberante, lo que mal puede esconderse y se muestra como palmario atentado del sentido común, además de a la constitucionalidad actualmente desmaterializada en Venezuela, es exactamente eso, la desproporción como predicado. Es un principio ajeno a la Justicia, propio de las venganzas personales, inherente a las dictaduras despóticas, inaceptable para quienes saben y conocen en buena lid los alcances de las reparaciones en supuestos de violación de derechos humanos.
Nunca, quien se considere víctima de un atentado a su honor, puede pretender que el costo o la medida de su reparación lleve a la desaparición de su contraparte y la mengua de los iguales derechos de los directivos, periodistas, y trabajadores de El Nacional; sobre todo por cuanto el derecho que se ha afectado, la libertad de expresión y de prensa, es cardinal para sostener en su plenitud la vigencia de las libertades y un verdadero Estado de Derecho en Venezuela, de suyo y por lo visto, imaginario.
La confiscación de El Nacional es propia de un régimen depredador y medieval, una desviación agravada del poder por ejecutada a manos de togados.
Quienes se beneficien de este delito, de la confiscación de la sede de un diario El Nacional, cuya larga tradición se inicia entre las esquinas de Marcos Parra a Pedrera, en el centro de la capital de Venezuela, así arguyan como paradoja u oxímoron que lo hacen para dictar o recibir clases de periodismo, en la práctica y en lo intelectual aceptarán ser iguales transgresores de la Constitución.
Asdrúbal Aguiar