#OPINIÓN Las Casas de Las Palmas Floridas (Parte II) #14Feb

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A Magoo y a la memoria de los finados

Levántate una y otra vez hasta que los corderos se conviertan en leones

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Howard Pile 

(Robin Hood

  1. La Calle Ciega, la Piedra del MAL, los Sauces Llorones y los Hombres-Mujer 

Manolo pasó a buscarme cayendo la tardecita. El edificio Crillón, rojo ladrillo que había salido ileso del sismo de 1967, resaltaba en la calle ciega entre las otras edificaciones color crema donde usualmente los amigos del lugar jugábamos pelota de goma callejera. Al frente la residencia del Green Park que de Parque Verde nada, a su lado el Texas a mucho rancho y al lado nuestro las residencias Niza más pálido que una tiza. Al fondo, la pared de las Residencias Imperio y su muro central eran para la pelota urbana Home Run por regla, y Tubey si caía de rebote en cualquiera de los patios adyacentes a la entrada sobre la que se establecía el monstruo nevado del inmueble, en expresión inequívoca de ser el gran coloso de la propiedad horizontal en el callejón sin salida. El Terremoto de Caracas el 29 de Julio-1967 afectó las urbanizaciones Altamira, Los Palos Grandes y el Litoral Central. Entre los edificios que cayeron en el sector estuvo El Mijagual al que no nos mudamos por consejo del tío Américo, arquitecto, 3 veces decano y profesor emérito de la facultad de arquitectura  de la Universidad Central de Venezuela. Gracias a él estamos vivos por pura buena leche.     

Aunque me duela decirlo, no era bueno jugando pelota de goma. La odiaba porque siempre me rebotaba de las manos lerdas para el deporte urbano. Mi primo nunca estuvo por allí y menos mal porque era cegato y le decíamos Mr. Magoo como el de la comiquita famosa de la época. Miope y tardo, tampoco iba pal baile en pelota de goma. Pero para ir a dibujar caricaturas y jugar Estratego era un bárbaro. Yo cobraba con el Ping Pong y casi todas las demás disciplinas, en especial la natación donde fui campeón escolar y a la postre nadador master de capacidad competitiva. Nos pusimos de acuerdo cuando nos conmovió la música y mientras Magoo tocaba la guitarra yo le metía al firifiri de la flauta dulce y más de una vez organizamos un escándalo que hasta disparos nos echaban por formar disturbios a medianoche. Nuestros riñones no tenían competencia. Y nuestras energías, mucho menos.

 Más de una vez nos fuimos de excusión al Parque Waraira Repano (El Ávila) hasta la Silla de Caracas, cerca aún a la tumba de Canoche y donde se han perdido excursionistas sin la suficiente experiencia de boye-scout. Una vez pernoctamos sobre un inmenso peñón saliente como un huevo de piedra gigante que bautizamos “Piedra del MAL”, por acróstico de los nombres Marco, Alfredo y Luis. Estábamos tan entumecidos que salvamos toda la noche castañeando los dientes y adheridos como lata de sardina. El amigo LuisTucacas”, mareado por la noche de frio intensivo, se despeñó de la rocosa bocas abajo unos tres largos metros, raspándose codos y rodillas. No pudimos contener la risa pues todo pasó en cámara lenta pero por suerte no sucedió nada. A nosotros casi nos da un síncope de la carcajada. Luis nos miró con rabia pero se echó a reír cuando juzgó lo chistoso. Seguimos riendo para entrar en calentura pronto después de una noche en un frigorífico lo que me recordó reparar en la frialdad de ciertas mujeres. Aún jóvenes las peguntas de cómo y porqué ellas hacen de todo para enamorarse del odio, es todo un enigma infinito e infinitesimal. 

Terminamos en la cuasi abandonada cabaña del hippie (la que creímos refugios de guardabosques de Inparques). Armamos los catres de paja en el nivel superior y pasamos la noche siguiente sin frio pero ojo pelado con culebras y otros reptiles nocivos como arañas y escorpiones. Durante la noche recordamos los bejucos de la Cota Mil como sauces llorones y el caso de Sergio Ospino que cayó de una altura de veinte metros al intentar un intrépido salto de liana (como cuerda) para arrojarse al vacío y caer al final de la cañada de cemento. Ospino nunca pensó en su obesidad extrema, pagando la impudencia al resbalarse con las manos sudadas, justo en la cúspide del impulso. Lo miramos desplomarse desde la altura al embaúle de la quebrada. Quebrándose casi todos los huesos nada lo fracturaría tanto como haber fracasado, o quizás, nada lo fracturó menos, que haberlo intentado. En tres tiempos el obeso Sergio rebotó tres veces sobre el pavimento al mismo instante que nuestra mirada botaba tres veces por el espanto.

Todos tomamos decisiones pero lo arduo era vivir con ellas. La coexistencia y la ficción no se cruzan, van por vía paralela. Quizás no lo pensó Sergio en el bejuco de la cota mil. Intentamos subirlo entre los presentes desde donde quedó quejándose y se hizo con mucho cuidado hasta que luego del agónico camino alcanzamos la calle en construcción de la Cota Mil con el amigo repitiendo una y otra vez…¿Qué pasó?… ¿Qué me pasó?… todos menos él sabíamos lo que había pasado por haber sido impudentes y estúpidos. A nosotros se nos aguó el guarapo y ni de broma nos lanzamos ese numerito cuando vimos el abismo entre las piernas y la muerte asegurada al final. Llegó la policía y un gordo como hallaquita mal amarrada bajó de la radio patrulla y tomó el caso en sus manos. El augurio del rollizo Sergio era para nosotros de pronóstico reservado, nunca más supimos del grueso Ospino.    

Otro diciembre se acercaba y los catorce no notificaron su presencia. La libido hacía de las suyas. Ya habíamos pasados por las armas a la doméstica, y metido en la caseta de la bombona de gas a la hija del ama de llaves y cuando nos dieron de aguinaldo las lentes para positivas con comiquitas, la muchacha abrió su flor y se dejó llenar el valle con las manos lascivas de la testosterona. En la madrugada del 25 de diciembre fuimos a Sabana Grande a probar un mundo muy inmundo. Nada tan cierto. No recuerdo cómo fue que salimos al bar. 

Llegamos con otro amigo a un pub LGBT sin saber. Terminé besando a un hombre con senos y cara de mujer en el baño del local, mientras mis acompañantes manoseaban a una veterana fichera en la mesa del bar, en pocas palabras una noche cumbre. Despuntamos al alba muy prendidos del antiséptico etílico, y olorosos a sudor, sin más ni más. Ni por un instante pasó por la mente de pollos roncos de dónde carrizo acudimos. Eso sí, pocas veces fuimos tan felices sintiéndonos tan facundos e infecundos.

Para el 01 de enero llegó la prestigiosa rumba Excélsior, pocos sabían que ese era el slogan del famoso creador de Marvel, Stan Lee, que ahora celebra su día y tiene su mosaico en el paseo de las estrellas en Hollywood. El fiestón era célebre en ciertos círculos de gente propensa a la música, y músicos famosos de la época: Colina, Spiteri, Giordano y Evio Di Marzo, Slezinger, Ilan Chester, juntos en una mansión fastuosa del Hatillo. Piscina, Buffet con canapés de lujo, fondo con botellas de Whisky, Ginebra, Vodka, Vinos, y mucho más. 

Justo a un lado del bar, un pasaje a 2 baños unisex con el piso mojado, jugaba malas pasadas a más de un comensal entre los que me encontraba. Más allá, entre el bar, el buffet y la piscina ameboidea, relucía un grupo de instrumentos para improvisar sin los enseres de viento: trompeta, trombón, flauta. Eso sí que no era escándalo. La descarga con todos los famosos alebrestados por bebidas finas (como algarrobo) y la música descarga desatada al improviso corría de uno a otro y los entusiasmados como nosotros, tocando modestamente y sin desafinar, el cencerro y la pandereta. Así la parranda Excélsior terminaba a eso de las 5 de la madrugada. El pronóstico de la parranda de fin de año era un albur, una ruleta rusa. Danilo, el bajista del grupo musical Daiquirí, perdió la vida esa madrugada yéndose a pasar la rasca a su casa. La fiesta Excélsior dejó de existir junto con el trágico fallecimiento del panita Danilo. Luchy me lo recordó poco antes de irse también inesperadamente, junto a mi amado primo Carlitos, al paraíso terrenal de los inmortales.  

  1. Las artes de la novillada y el Club Campestre Los Cortijos   

No recuerdo bien cómo fue que sucedió pero el círculo de la gente con alcurnia nos persiguió desde la cuna. Los Zariquiam, familia emblemática de la High Society criolla de aquél entonces, amos de las telas (por y desde el benemérito), a veces nos invitaban al Club Campestre los Cortijos en la urbanización de igual nombre y cercano a la zona industrial donde estaba la fábrica de la RORI, los mismos dueños de la mansión del festejo Excélsior. Nada fue casual, más bien parecía muy causal… ¿acaso, no había mucha tela que cortar?..

Fue un domingo cuando asistimos a la invitación cursada por los hermanos menores Zariquiam, Andresito y Carlitos. Eran como Laurel y Hardy, (el gordo y el flaco) pero muy unidos. Aún recuerdo la expresión de uno y otro. Carlos sonreía picarón para ocultar tal vez un carácter prudente, como el de mi primo. Andrés, por el contrario, era más como yo, no paraba de hablar, pero era bien simpático e imprudente. En la tétrada de amigos íbamos equilibrados. Dos prudentes y dos imprudentes. 

Esa vez se organizaba (por eso la invitación) una especie de verbena dominical de socios del Club Campestre los Cortijos en el entendido que todos eran acaudalados. Igual que en la fiesta Excélsior pero más numerosos. Era un ir y venir de meseros impecables que repartían al gentío: tequeños, mini pizzas, filete miñón en trocitos, tartaletas de cangrejo, empanadas de carne y pollo, delicia tras delicia. Por supuesto para los jóvenes una hilera de jugos, refrescos, batidos, merengadas, helados cremosos, Banana Split, fresas con crema, tortas caseras de queso, mousse de chocolate, isla flotante, torta marquesa con plantillas de chantilly, y todo eso lo paseaban ante la miraba complacida del mono con huevo. A nadie le importaba el fondo de la diabetes y la glicemia. Para desdicha de la clemencia, descubrimos tarde el espía perjudicial del dulce (azúcar refinado) y los carbohidratos (pastas y harinas).

Luego de quedar hasta los tuétanos de tanto pellizcar bandejas de comida y dulce, y beber casi de todo, nos inscribimos en uno de los eventos que ofrecía el Club para chamos algo mayores como los cuatro (4) mosqueteros. Era de esperarse que nadie notara el color carmesí del compinche Magoo, antes de anotarnos gratuitamente al torneo de lazar torillos en la mini plaza para novillada del centro festivo. Al fin nos tocó el turno a los 4 fantásticos como si vinieran esperando. Cuando soltaron al novillo, esos mini cachos nos tomaron por sorpresa. Salimos corriendo cada uno por su lado espantados por el animal que estaba tan o más asustado que todos nosotros juntos, lo que ya era demasiado decir. 

Nuestra cara era un cartel de ojos pelados y sudados hasta la coronilla. En especial el primo que en tiempos de crisis era la fontana de Trevi. Yo no me quedaba atrás, sólo que veía poco más que Magoo, pero eso era todo. El terror invadió hasta que nos dimos cuenta que el público tenía rato gozando con nuestro show del terror, muertos de la risa y gritando a mandíbula libre: ¡Enlaza el becerro! ¡Mata al animal! ¡Arranca los cuernos! ¡Cobardes!. 

Mientras tanto el pánico no consentía oír nada. Las risas y los alaridos nos tenían sin cuidado. El asunto era salir con vida del lugar… ¿quién me mandó a meterme en esta ver…? Pasaron quince largos minutos de nunca acabar. Fueron en la práctica tres horas de calvario puro. En el ínterin luego de tanta berenjena, a Carlos se le ocurrió salirse a lazar al novillo, harto de tanto sudar aterrado tras el burladero. La bravuconada costó caro, y como decimos por aquí, el tiro le salió por la culata

El torillo y Carlos se miraron fijamente por un segundo pero el animal fue veloz y cuando Carlos levantó el lazo, el becerro asustado se abalanzó sobre él pisoteándolo como tractor asfaltando calle. El público aplaudió enardecido el episodio que acabó con aplausos para los 4 mosqueteros que no se dieron por enterados de la payasada de circo. Al fin nadie lazo un cuerno pero ganamos copa y fuimos campeones. Lo cierto es que éramos los únicos competidores así que la solución salomónica fue dar por vencedor a los cuatro horrorizados. 

La tarde continuó visitando las impresionantes instalaciones (con los Zariquiam de operadores turísticos) que mantenía impecable el Club: Piscina cuasi/olímpica, caballerizas, restaurant, tobogán de agua, sala de fiesta, discoteca, fuente de soda, pista de salto, cancha de Bowling, de tenis de arcilla, de beisbol y más. A esa edad no nos hacía ni coquito nada, luego de los impulsos y de la gran serenidad por haber salidos ilesos de tamaña estupidez. 

Magoo y yo celebramos cuando el chofer sonó el claxon para llevarnos a casa, y el mundo del buen salvaje quedaba nuevamente atrás oculto en el pecho de la supervivencia y en la espalda del pavor. Se acercaba la hora de apagar la luz de la Cruz del Ávila mientras el pánico nos tuvo apagadas las luces por buen tiempo. No hizo gracia, ni arriesgar la vida con un torillo, por novillo que fuera, ni haber hecho el papel de payasos, sin darnos cuenta.

El tiempo siguió consumiendo años. Los eventos de épocas pasadas se mezclaban con las de ahora. En el 67 sucedió el Terremoto de Caracas y en el 69 el hombre llegó a La Luna. En la nube confusa de la memoria aparecía mi primo Germancito quien murió en un nefasto accidente vial tiempo después cuando cursábamos para biólogos mariscos. Apenas con trece años cumplidos, las hilanderas emprendían a tejer los hilos de la vida, y a cortar la tela de la experiencia personal. Los trapos partidos de la existencia estaban por echarse. En un refrán de última hora decimos no hay tela (o mal) que dure cien años, ni traje (o cuerpo) que lo resista…  

MF

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