Cuando Dios llama no vale ninguna excusa. No es bueno inventarnos misiones de parte de Dios. Pero ¡eso sí! cuando Dios llama, no hay pretexto que valga para decir no. Ni siquiera sirve el creerse incapaz o el no sentirse digno. Porque lo que sí sabemos es que si Dios llama, equipa bien a sus enviados.
Eso lo supo el Profeta Isaías, quien se queda estupefacto con una visión, en la que pudo atisbar la santidad y el poder de Dios. Ni siquiera puede describir a Dios, porque sólo ve que “la orla de su manto llenaba todo el Templo”. Y queda invadido de un temor que no es susto: es la sensación que se experimenta al estar ante Dios. Capta, entonces, esa distancia abismal que hay entre Dios y él. Así, reducido a su realidad, siente no sólo su nada, sino también su indignidad y su impureza.
Entonces, ya purificado, con sus pecados perdonados, cuando el Señor pregunta “¿A quién enviaré?”, Isaías responde enseguida: “Aquí estoy, Señor. Envíame”. (Is 6, 1-8).
A Pedro le pasó algo similar. Nos cuenta el Evangelio que Jesús se subió a la barca de este hábil pescador para predicar desde allí. Al terminar, les ordena ir más adentro para pescar. Pedro dice que no hay pesca, pero “confiado en tu palabra, Señor, echaré las redes”. Sucedió, entonces, la llamada “pesca milagrosa”: atraparon tantos peces que “las barcas casi se hundían”. (Lc 5, 1-11).
Al ver la manifestación del poder de Dios, a Pedro le sucede como a Isaías: se reconoce pecador e indigno y siente ese mismo temor reverencial, que no es miedo. “¡Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador!”. Jesús le dice: “No temas. Desde ahora serás pescador de hombres”. Y ¿cómo respondieron? Entonces, llevaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron.
A San Pablo le sucede lo mismo, cuando camino a Damasco para perseguir cristianos, la luz divina lo tumba al suelo y queda enceguecido. Su sentimiento de indignidad lo resume en una palabra terrible: “Finalmente se me apareció también a mí, que soy como un aborto… indigno de llamarme apóstol” (1 Cor 15, 1-11). Su respuesta: “¿Qué debo hacer, Señor?”, (Hch 22, 3-16).
Aunque indignos, estos tres fueron escogidos por Dios. ¿Y quién es digno? ¡Nadie! ¿Y quién es de veras capaz? ¡Nadie! Pero es que esas deficiencias no cuentan, porque cuando Dios llama, Él mismo purifica, prepara y equipa al escogido para la misión que le encomienda.
Y San Pablo nos explica qué es lo que sucede: es Dios Quien obra en quien ha llamado. “Por gracia de Dios soy lo que soy… he trabajado… aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios”.
Isabel Vidal de Tenreiro
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