Saber envejecer es un arte y debería ser una cátedra de la enseñanza en cualquiera de sus niveles. Los viejos somos muy quejumbrosos, nos lamentamos de la pérdida de energía, de los impedimentos motores, de la falta de memoria, de la soledad… Muchas veces estamos solos porque alejamos a la gente joven –hijos, nietos, familiares, amigos- con esa letanía de dolores. Todos tienen sus propios problemas en la vida familiar, laboral o social, si los abrumamos con los nuestros, poca voluntad tendrán de visitarnos. Hoy la existencia es difícil en un mundo hostil. Es natural que el común de la humanidad tienda a buscar distraerse, sacudirse las angustias y un poco de quienes sólo reciben con gemidos. ¿Es una actitud correcta olvidarse de los ancianos llorones? No, es falta de caridad, pero también lo es acogotar a los demás con nuestras penas seniles.
Debemos empezar por darnos cuenta de que todas nuestras carencias en la edad provecta son lógicas y necesarias. ¿Para qué nos sirve la fuerza de la juventud si ya fuimos? No necesitamos vigores para estudiar, formarnos, adquirir una profesión u oficio. Es la hora del descanso. Ya no requerimos piernas para correr a cumplir un horario de estudios o trabajos, alcanzar un medio de transporte. Ahora nos toca el sillón o la silla de ruedas, así, apaciblemente, orar, reflexionar, contemplar sin apuros las maravillas de la creación que nos rodea: el cielo cambiante, las caprichosas y móviles formas de las nubes, el verde de los árboles, el colorido de las flores, las transformaciones de estación que desnudan las ramas y las hacen como súplicas hacia lo alto, el paso y trino de las aves, las llamas del atardecer, la noche con la tímida luz de la luna y los luceros.
Los viejos somos ricos no sólo en años, sino en vivencias acumuladas, tesoro inconmensurable para entregar a las nuevas generaciones. Si sonreímos, éstas vendrán a visitarnos, consultarnos y escucharnos. De la ancianidad se extrae sabiduría. Bien dice el refrán: Más sabe diablo por viejo que por diablo. Pero debemos entregar esta sabiduría sin el aderezo de nuestra amargura. Los ancianos sonrientes, optimistas y llenos de humor, son patrimonio cultural de la humanidad.
¿Pero cómo llegar a ser este patrimonio? Muy sencillo, sabiendo envejecer. Cada edad tiene sus encantos. En la infancia somos todo ímpetu, ansiosos de crecer, ser, aprender; preferimos un niño travieso a uno echándoselas de mayor. En la juventud se abren caminos, se sueña y se lucha por alcanzar los sueños; no nos cae bien un joven aniñado o con gustos de viejo. En la madurez, se afianza la personalidad, se define el perfil tanto físico como espiritual, es la edad en que se deben hacer retratos al óleo o en bronce, las personas están en su apogeo; molestan un poco las que se empeñan en conservar artificialmente la juventud.
La vejez es la hora gloriosa del crespúsculo. Debemos llegar a ésta armoniosamente complacidos. Hemos experimentado la maravillosa aventura de la vida, con sus alegrías y penas, sus conflictos y soluciones. Esta hora hay que vivirla sin añoranzas, gozar de los buenos recuerdos, rechazar nostalgias inútiles. No es momento de evocar lo que yo hacía antes, sino de aprovechar lo que puedo hacer ahora. Personalmente creo que esta novena decena de mi vida ha sido, es, la más feliz y fecunda. Dios me ha conservado, hasta hoy, no sé mañana, el don de la lucidez, aunque mi cuerpo acuse muchas incapacidades, ¿pero para qué las necesito? La gente me aplaude, me felicita por mi producción intelectual, mi alegría de vivir, muchos quieren conocerme, jamás me había sentido más halagada, tanto, que se multiplican mis actos de contrición por vanidad.
Mañana cumplo 96 años. Es la hora de mi crepúsculo, con todos sus hermosos colores: amarillo, rosado, anaranjado, de fuego… Pronto se apagarán. ¿Qué importa si me están esperando las estrellas, abriéndome el camino hacia la eternidad?
Alicia Álamo Bartolomé