En estos días celebramos el nacimiento del Hijo de Dios, es decir, Dios encarnado, la eternidad injertada en el tiempo, sometida a los avatares de la humanidad, Dios hecho hombre entre los hombres para redimirlos del pecado original. La Navidad nos remite al principio, porque es la consecuencia de lo que dice el Génesis, primer libro de la Biblia. Adán y Eva, tentados por la serpiente, han caído en pecado por comer del fruto del árbol prohibido. Dios les señala su castigo. Hace lo mimo con la serpiente y le dice: Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo, él te herirá en la cabeza, mientras tú le herirás en el talón. (Gen 3,15)
No hace falta ser creyente para comprobar el sentido profundo de las frases bíblicas. Se puede ser ateo, agnóstico, musulmán o budista y entender que el Antiguo Testamento, al relatarnos la historia de las venturas y desventuras del pueblo judío, su fidelidad al Dios único, como su vuelta de espaldas a éste para caer en la idolatría, es la historia de nuestra propia alma, que cae, se levanta y vuelve a caer en sus miserias y debilidades. Es la humanidad avanzando entre luces y tinieblas. Mientras el Nuevo Testamento es el cumplimiento de la promesa de la salvación, implícita en el trozo del Génesis que acabo de citar: del linaje de la mujer –Jesús, hijo de María- será quien aplastará la cabeza del demonio, quien siempre estará al acecho. Esto sí es para los cristianos, los que tienen fe. Los demás pueden creerlo o no, pero hay otros planteamientos universales que podemos extraer de la Biblia.
Adán y Eva son el primer pueblo primitivo, ignorantes de todo. Conocen de un árbol del cual no deben comer su fruto. No saben por qué. Es el árbol del bien y de mal que abre el conocimiento. El plan de Dios quizás fue que llegaran a éste después de alcanzar cierta madurez, como a los niños, a quienes no se revelan todas las realidades de la vida, sino que las van adquiriendo a medida que se desarrollan en cuerpo y alma. Un conocimiento prematuro puede causar daño psíquico. En Adán y Eva en su primer encuentro con la ciencia del bien y del mal fue sentir vergüenza y miedo a darse cuenta de que estaban desnudos –algo completamente natural- para presentarse ante Dios. ¿Por qué esta angustia? Porque adelantaron su momento.
También fue normal que sucediera esta anormalidad, porque, junto a su inocencia inicial, se les había concedido el don más grande que puede dar Dios: la libertad, que es de su propio dominio. Al tener el hombre el libre albedrío, Dios sabía que correría un gran riesgo. Quería que fueran a Él libremente, por decisión propia, no como esclavos del instinto que gozan los seres irracionales. El hombre, dotado de inteligencia y razón, hecho a imagen y semejanza de la divinidad, es libre para escoger su destino, acertar o equivocarse. Se equivocó.
Pero de esta equivocación, como siempre, Dios sacó bienes, según el insondable misterio de sus planes. Uno, como más o menos dice un himno del la Vigilia Pascual: Feliz culpa que hizo necesaria la venida de tal Redentor. Y otro, que naciera la ciencia en la vida del hombre, porque la curiosidad de Eva, junto a su soberbia de ser como Dios, la llevó a una primera investigación comiendo del fruto prohibido. Quizás por eso los científicos de todos los tiempos, si no son buenos cristianos, son soberbios, conservan una cierta arrogancia por sus estudios y descubrimientos, los quieren imponer sobre las creencias y la fe, como si tuvieran la última palabra, cuando la historia nos demuestra que la ciencia, siempre en desarrollo, va abriendo caminos que luego deja atrás al descubrir otros más avanzados. La ciencia nace del pecado de Eva que la lleva a develar el bien y el mal. Por eso muchos de sus practicantes la ponen en conflicto con la fe. No puede ser, ambas se originan en Dios. Si hay conflicto la ciencia está errada.
¿Y Adán qué papel tiene en este asunto? Ninguno, él siguió a su mujer y se unió a su descubrimiento. Fue pionero en otro campo. Cuando Dios le preguntó si había comido la tal fruta, le contestó: La mujer que me diste por compañera me dio del árbol y comí. (Gen 3, 12). Es decir, responsabilizó a otros, a Eva y un poco a Dios mismo. Había nacido el primer político.
Alicia Álamo Bartolomé