Mi infancia y adolescencia está repartida en tres escenarios muy distintos del estado occidental venezolano de Lara, Venezuela. Nací en el barrio Chirgua de la amable población andina y larense llamada Cubiro, en tiempos del gobierno dictatorial del coronel Marcos Pérez Jiménez y su marioneta, el doctor Germán Suárez Flamerich, un presidente que casi nadie recuerda, pues somos un país sin memoria histórica, como se lamentaba con amargura don Mario Briceño Iragorry. Los primeros impresos en caer en mis ávidas manos fueron el libro Victoria, de primer grado, así como la inmortal Revista Tricolor, me enamoré en ella de las ilustraciones de Morita Carrillo, del indiecito Kary y del díscolo Paperrule. Recuerdo una remota tarde lluviosa en que fuí con mi padre Expedito Cortés a la Oficina de Correos a retirar una colección de libros argentinos que Ernesto Sábato dirigía. De los tres tomos, aún conservo uno de ellos a mis 69 años de edad y viviendo en Carora.
Luego viví un año en la bella población de Humocaro Alto, cercana a los estados Portuguesa y Trujillo, andina de temperamento. Allí me deslumbró Abajo Cadenas, un libro para la educación de adultos que tenía como personaje central a Pedro Camejo. Aun lo recuerdo conduciendo un tanque de guerra del Ejército de Venezuela, y la constante repetición de “Ala, casa, tapara, maraca.”. Fue en el año escolar 1959-1960. La escuela de ese apacible pueblito se llama Guayúta y estaba diseminada en zaguanes y cuartuchos, pues carecía de local apropiado. Tío tigre y tío conejo eran nuestras lecturas de los cinco hijos que ya éramos de la familia Cortés Riera. E hicieron su aparición los suplementos o comics ilustrados de La pequeña Lulú y el infaltable La zorra y el cuervo. Estas comiquitas tan despreciadas entonces, me abrieron al mundo y debo confesar sin pena o vergüenza alguna que a ellas debo mi visión universalista de las cosas.
El 16 de septiembre de 1960 me mudaron abruptamente de geografía y de temperamentos conductuales. Descendimos a la calenturienta y antigua ciudad del semiárido larense llamada Carora, vocablo en lengua aborigen arawack que se puede traducir como “chicharra” o cigarra. En la biblioteca del Grupo Escolar Ramón Pompilio Oropeza me topé con un ejemplar de propaganda soviética llamado El plan Quinquenal, en donde el régimen de los soviets defendía la superioridad de la economía planificada sobre la del capitalismo caótico y botarate. Una gran curiosidad me provoca encontrar un folleto de 1950 escrito por el antropólogo venezolano Miguel Acosta Saignes: Tlacaxipeualiztli: Un Complejo Mesoamericano Entre Los Caribes. Toda una extrañeza que aún me mantiene perplejo. Pero todavía quede más maravillado con un libro del escandinavo Thor Heyerdahl, quien hizo un viaje transpacífico desde Perú a la Polinesia en una embarcación de troncos de balsa y papiro. Yo me dormía con aquel libro abrazado, que mi madre, Claver Riera, me quitaba y lo guardaba amorosamente en una repisa de mi habitación. Kon-tiki era su nombre. Siempre me he lamentado que en una de esas mudanzas desapareciera tan importante libro que construyó mi memoria.
Otros impresos que acompañaron mi infancia fueron la revista de sexualidad Luz, ya desaparecida, y que leía a hurtadillas de mi madre; estaban en el escaparate matrimonial los dos tomos del Historial genealógico de familias caroreñas, que su autor, el doctor Ambrosio Oropeza, dio prestado a mi padre Expedito. Todos los meses llegaba sin falta la Selecciones del Reader Digest, que pasaba de mano en mano entre la familia. Desde la Librería Trasandina de Juan Pablo Hernández llegaba con pasmosa puntualidad los fascículos de la Enciclopedia Monitor en 16 gruesos volúmenes, que intenté leer en unas vacaciones escolares. Era demasiado exigirles a mis pestañas y fracasé en el loable intento.
Contando con 13 años me topé con los dos volúmenes de un libro que iba a cambiar mi vida. Era Historia Universal, una obra obligatoria en segundo año de bachillerato y que escribió el tocuyano Áureo Yépez Castillo en dos gruesos volúmenes, un caballo de batalla en todos los liceos de Venezuela. Me enamoré perdidamente de tan gigantesca producción histórico literaria de manera tan fuerte como de mi compañera de estudios Nora Gamboa. Gracias al profesor Áureo me decidí años después estudiar la carrera más ambiciosa de todas: historia universal en la ilustre Universidad de Los Andes de la ciudad de Mérida. Son de esos mismos años los recuerdos memorables de dos de los libros por los cuales he sentido enorme respeto Álgebra de Baldor y Venezuela y sus recursos de Levi Marrero, ambos, por cierto, cubanos.
Otro gigante del pensamiento que me ha acompañado siempre fue el filósofo germano venezolano Ignacio Burk (1905-1984) y sus libros de filosofía y de psicología que entraron a mi vida en 1980 cuando ya era graduado universitario. Sucedió en el Liceo Egidio Montesinos de Carora cuando su director el profesor Simón Villegas Lozada me ofrece tales cátedras ¡que no cursé en pregrado! para dictarlas en cuarto y quinto año de bachillerato. Todo un reto del que partí casi desde cero… Desde ese momento me hice amante de Freud y de Kant, de Aristóteles y de Rafael Villavicencio, de Wundt y de Watson y su conductismo. Comencé a entender la fenomenología de Husserl y la monadología de Leibnitz, la filosofía crítica germana, el deseo de Ortega y Gasset de colocarnos a tono con la modernidad, la visión de la estructura del Universo de Santo Tomás de Aquino en el siglo XIII, la psicología de la Gestalt. Toda esa serie de ideas, debo confesar, me produjeron cierto vértigo y un estado de como ensimismamiento.
Afortunadamente y como ya he dicho en otro lugar, en 1989 me topé con la muy famosa Escuela de Anales, fundada por Marc Bloch y Lucien Febvre en 1929, Estrasburgo, Francia. Con Reinaldo Rojas y Federico Brito Figueroa, cultores de esta escuela de pensamiento histórico en Venezuela, comencé a adentrarme en la llamada Historia de las Mentalidades que iniciara Bloch con Los reyes taumaturgos, y Febvre con su magistral Lutero. Un destino. Desde allí pude aplicar mis conocimientos recién adquiridos gracias a Ignacio Burk a los requerimientos de una historia de las ideas y de lo cultural a dos venezolanos eminentes: el psiquiatra caraqueño Francisco Herrera Luque y su obra de juventud Los Viajeros de indias (1961), así como al psiquiatra autodidacta y larense Rafael Domingo Silva Uzcátegui y su casi desconocida obra de crítica literaria llamada Historia crítica del modernismo en la literatura castellana (1925). Sin las enseñanzas del noble profesor del Pedagógico de Caracas que fue Ignacio Burk no hubiese podido acometer tan exigente trabajo de investigación, que agradaron de suma manera a los doctores Reinaldo Rojas y Federico Brito Figueroa en la Maestría en Enseñanza de la Historia de la Universidad Pedagógica Experimental Libertador de Barquisimeto.
Son cuatro tradiciones de pensamiento que me han acompañado felizmente en mi ya larga existencia: la de la Escuela de Historia de la Universidad de Mérida, en primer lugar; la segunda la que me proporciona el Maestro Ignacio Burk; la tercera por vía deviene de Reinaldo Rojas y Federico Brito Figueroa quienes me hacen conocer las posibilidades de conocimiento y de métodos de la Escuela francesa de Anales, en cuarto lugar. Esta formación hizo posible mi Tesis Doctoral en 2003 en la Universidad Santa María de Caracas titulada: Iglesia Católica, cofradías y mentalidad religiosa en Carora, siglos XVI al XIX, que ha sido editada en Alemania.
Y como dijo Marc Bloch “en historia no hay investigación concluida”, sigo mis investigaciones sobre lo que he llamado “Genio de los pueblos del semiárido larense venezolano”, un ethos que se manifiesta en la música y en la literatura, principalmente, bajo un fervor religioso polarizado entre María Santísima y San Antonio de Padua, la danza negroide del tamunangue; y continuo mis investigaciones sobre un antecedente de la “Teología de la Liberación Latinoamericana” basada en la Encíclica Rerum Novarum del papa León XIII que adelantaron dos eminentes sacerdotes caroreños desde 1900: el padre Lisímaco Gutiérrez y el Pbro. Dr. Carlos Zubillaga en una remota ciudad del semiárido larense asolada por las guerras civiles decimonónicas, la pobreza y la enfermedad, el enorme analfabetismo cercano al 80%, noches a oscuras, violenta, con exceso de militares de montoneras (¡unos 300 generales y coroneles!), casi sin moneda circulante, sin hospital para la caridad para tanto pobre, y con su Colegio Federal y Escuela Primaria Anexa clausurados por Cipriano Castro y su Ministro de Instrucción Eduardo Blanco. En ese adverso escenario social fundan estos dos admirables levitas escuelas nocturnas para obreros, una banda de música, el Hospital San Antonio de Padua, una orden religiosa femenina para la atención de los menesterosos, un periódico, El Amigo de los pobres, que circula por diez años hasta 1910, ollas comunitarias. Una Iglesia que sale a la búsqueda de Dios entre los más pobres y que no gustó a cierto sector de la sociedad que logra la expulsión de Zubillaga de su amada Carora en 1911 para encontrar la muerte prematura en Duaca, Distrito Crespo.
Hogaño releo por enésima vez la novela global de Gabriel García Márquez Cien años de soledad, editada por vez primera en Buenos Aires en 1967, y también La conjura de los necios del estadounidense John Kennedy Toole, quien se suicida los 31 años por no poder publicarla en 1969. Otras lecturas a las cuales siempre vuelvo son Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, del Nobel mexicano Octavio Paz, así como El canon occidental del recientemente fallecido crítico literario hebreo estadounidense Harold Bloom. Colaboro con las revistas Letralia, de Aragua, Venezuela, Archipiélago, de México y Ciscuve, de Caracas, con el diario El Impulso de Barquisimeto. Me preparo para la presentación y defensa de la Tesis Doctoral sobre la Devoción de San Juan Bautista de Carora, del licenciado y magíster Henry Vargas Ávila, UPEL, Barquisimeto, y la Tesis Doctoral de Yasser Lugo Hernández, titulada LETANÍA DE LOS DESESPERADOS (ANÁLISIS DE LAS IDEAS NORMATIVAS Y LITERARIAS RELATIVAS AL SUICIDIO EN VENEZUELA ENTRE 1800 Y 1950. Trabajo de grado para optar al título de Doctor en Humanidades en la Universidad Central de Venezuela.
Jehová Dios me dé vida para continuar en mis afanes en estos tiempos de terrífica pandemia y extrema polarización política que nos ciega.
Luis Eduardo Cortés Riera