Isabel II de Inglaterra acaba de rechazar un premio que dan en su reino al Anciano del Año, bajo el pretexto de que no sentirse vieja. Yo tampoco. Soy su contemporánea, apenas tres meses mayor que ella, pero si no me siento vieja, sí sé que lo estoy. La vejez no se puede ocultar y quien lo intenta se ve más viejo. Las canas vienen en tiempo oportuno, cuando aparecen las arrugas en el rostro, hacen un marco a éstas y las suavizan, mientras los tintes las acentúan. Los afeites deben disminuir, a las mujeres les toca dejar atrás los tonos fuertes para labios, mejillas, párpados, las rayas negras en el maquillaje de los ojos y las melenas largas, porque en lugar de rejuvenecerse con todo eso, parecen brujas. Hombres, cuidado con esos ridículos retoques oscuros a cejas, bigotes, ni hablar del peluquín. Una calvicie llevada con elegancia vence el disimulo de evidentes cabellos postizos. Las canas en la sienes de un feo en la juventud, lo vuelven guapo.
Sin embargo, no sé por qué hablo de estas debilidades externas y corporales, un tanto inocentes, no era mi intención. Quiero referirme a otras más trascendentes, psíquicas y espirituales, que padecemos los ancianos por no querer sentirse tales. Está bien, no se sientan, pero actúen con tacto y prudencia. La primera vez que saliendo, ya de noche, de una casa a una acera accidentada y una señora me agarró del brazo para ayudarme a caminar, mi primera intención fue sacudirme, ofendida, ¿Qué se cree ésta, que estoy vieja? Afortunadamente soy de reacciones lentas, pude pensar antes de actuar: si me ofrece ayuda es que parezco necesitarla. Me quedé tranquila aceptando el apoyo de la solícita amiga. Una noche quise poner junto a mi cama uno de esos dispositivos contra mosquitos que emiten un ligero humo, leí las instrucciones, decían que no se debían poner cerca de niños pequeños ni ancianos. Me pregunté: ¿Cuándo será uno anciano? Puse el aparato y me acosté a dormir. Al poco rato sentí un malestar en la garganta. Lo desconecté. Era tiempo de aceptar mi realidad.
Deberían impartir cursos para saber envejecer y nos ahorraríamos muchos accidentes. Afortunadamente yo asistí, junto con mi hermana Berenice, en la propia casa, a una escuela sobre el ramo que Dios nos proporcionó. Una prima hermana de papá y amiga de mamá, acompañó a ésta como lazarillo para la crianza de los hijos, durante 64 años, hasta morir a los 94. Llegó antes de nacer Berenice, la mayor. Era María Teresa Alvarado Dávila, la famosa Úa para tres generaciones de Álamo Bartolomé. Mamá murió a los 98 años y la tía Sarah, hermana de ella, que vivió con nosotras sus últimos años, a los 97. Fueron nuestras maestras. Aprendimos de ellas, para evitarlas, todas las manías y necedades de la vejez. Un día le dije a mi madre: tú me sigues educando. Me preguntó en qué y no le gustó mucho mi respuesta: en no hacer lo que tú haces cuando llegue a tu edad. ¡Y llegué!
Unos ancianos sólo desean la compañía de la familia, ya dispersa, con su propia vida y lógicos problemas. No aceptan empleados extraños, prefieren vivir solos, con la consiguiente angustia de hijos que no los pueden valer. No quieren molestar, como si la angustia no fuera molestia. Son los que perturban más por caídas, aporreos y fracturas de huesos, con sus consecuencias de operaciones y hospitales. ¿Pero cómo se te ocurrió montarte en ese taburete para cambiar un bombillo? Es que antes yo siempre lo hacía. Antes, pero estamos en ahora, con piernas vacilantes, rodillas tiesas, tacto disminuido y mareos al echar la cabeza hacia atrás.
Cuando éramos niños estábamos sometidos a la autoridad de los mayores. Al llegar a la senectud tenemos que acatar a los menores. Hijos, nietos, sobrinos, son los responsables de nosotros. Ellos tienen deberes y afanes en sus hogares y trabajos, somos inconscientes –y hasta perversos, diría yo- si vamos a agregar a éstos nuestros caprichos y manías. No es donde queremos vivir y con quién, sino donde ellos nos pueden tener bien atendidos por alguien idóneo. No es que nos levantamos por las noches, a oscuras, queditos y tambaleantes, para no despertar al acompañante que está en su oficio y, ¡cataplún! Esa persona se despertará espantada y avergonzada: por su aparente culpa está en el suelo y ojalá no con el fémur roto, el amable anciano que no quiso perturbarla. ¡Qué necia amabilidad!
Alicia Álamo Bartolomé