La memoria extraviada del mayordomo del Libertador Simón Bolívar.
El Sancho americano.
Jesús Antuárez.
Jesús Antuárez es abogado y traductor (Attorney at law & translator). Egresado de la Universidad Santa María.
Voy transcribir un relato tomado de un trabajo efectuado por el abogado Jesús Antuárez, recibido de un gran amigo de toda la vida, Lisandro Castillo, y a quien se lo agradezco profundamente, tal vez, me lo hizo llegar por el artículo dedicado, al Libertador Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar, Palacios, Ponte, y Blanco, publicado semanas atrás y, que me pareció muy interesante, es más, siempre había creído que las palabras que le profirió el Libertador a José Palacios, se las había dicho al General O´Leary. Palabras que, con gran nostalgia, demostraron su profunda decepción, cuando salió de Bogotá para encontrarse con la muerte…
“Vámonos, esta gente no nos quiere aquí”.
Cito:
José Palacios contaba apenas 15 años cuando la madre de Simón Bolívar en su lecho de muerte, le hizo jurar que cuidaría a su hijo durante el resto de su vida… el futuro libertador tenía 9 años. La madre de Simón moriría días después, víctima de la tuberculosis, el 6 de julio de 1792.
Desde ese día y hasta diciembre de 1830 José cumplió su juramento, convirtiéndose durante 38 años continuos, en fiel sirviente de Bolívar, tanto en la gloria como en el infortunio.
Esta es una historia digna de contar y un ejemplo de lealtad que nuestros historiadores, clasistas como siempre y mezquinos como nunca han desdeñado, quizás por el hecho de que José, “El Mayordomo de Bolívar” fue un esclavo que no sabía leer ni escribir.
José Palacios, contrario a lo que pueda pensarse, no era negro. Tenía ojos azules y pelo rubio muy crespo. Gabriel García Márquez dijo que “se identificó con Bolívar hasta en su forma de vestir y comer, exagerando su sobriedad”. ¡Un verdadero portento!, dueño además de una prodigiosa memoria a prueba de olvidos.
Sirvió en cuerpo y alma al Libertador; preparaba sus baños emolientes con agua de orégano; le ayudaba a vestir; velaba su sueño; le daba pócimas con lavativas de sen para el estreñimiento que sufría, y leche de burra con miel de abejas para la tos; se ocupaba de sus perfumes, de sus vinos, del jerez seco, y del agua de colonia que regaba copiosamente en todos los espacios que habitaba y hasta le servía de mensajero, edecán y paño de lágrimas cuando era necesario.
Estuvo presente en todas las circunstancias que vivió Bolívar. Lo acompañó en todos sus viajes a Europa, Cuba, México y EEUU, así como en los destierros de Jamaica y Haití. En todas las batallas y revueltas de Suramérica, en el Paso de Los Andes, en Chimborazo, en Potosí, en Notre Dame cuando coronaron a Napoleón Bonaparte, en Monte Sacro, en Angostura, en toda cabalgata, detrás de cada proclama, de cada carta que dictó, detrás de cada quebranto y de cada encuentro amoroso… fue su leal escudero, su sombra perpetua, excepto el día del atentado del 25 de septiembre de 1828 en Bogotá, porque enfermo tuvo que irse a una casa cercana a recuperarse. Aquel día asesinaron a toda la escolta del Libertador… se salvó, igual que Bolívar, de milagro.
Las últimas palabras que profirió Bolívar antes de su muerte se las dijo a José: “Vámonos, esta gente no nos quiere aquí”. Nunca fue liberado de manera formal. Jamás tuvo un sueldo. En su libro “El General en su Laberinto”, Gabo señala que “sus necesidades personales formaban parte de las necesidades privadas del general”, por esta razón, en su testamento ordena se le entregue a José, de su patrimonio personal, la cantidad de 8 mil pesos “remuneración por sus constantes servicios “.
Luego de la muerte del Libertador, José cayó en desgracia, se convirtió en alcohólico y malgastó su fortuna hasta el punto de quedar pidiendo limosnas en las calles de Cartagena en compañía de sus dos ayudantes, Nicasio y Gregorio, y allí murió a los 76 años “revolcándose en el lodo por los tormentos del delirium tremens, en un antro de mendigos licenciados del ejército libertador” y según Fernando Bolívar, “agobiado quizás por la falta de guía al no haber podido administrar el legado que recibió por sus servicios” … triste final para un hombre abstemio, refinado y bien vestido, salpicado para siempre por la gloria del gran genio americano.
Hubiese querido terminar comparando a José con la gestión de nuestros militares actuales “que hoy se retratan forrados de condecoraciones e insignias de escasa validez y de dudosa procedencia,” pero sería, además de una pérdida de rigor histórico y periodístico, una falta de respeto a la memoria extraviada del Mayordomo del Libertador: el Sancho americano.
Jesús Antuárez
Octubre 2021
Maximiliano Pérez Apóstol