En los dos últimos siglos la humanidad inició y concretó una etapa de aceleración. Ya el tren fue un salto grande al dejar atrás las diligencias y el automóvil las calesas, los barcos de vapor a los de velas. Pensar que mi abuelo materno, mocito de 16 años, llegó con sus padres y hermanos menores a La Guaira, en 1875 y proveniente de España, en una carabela.
En el siglo XIX se inició la revolución industrial que no soló provocó grandes cambios en la producción, sino en la composición social y las ideas políticas. El descubrimiento de la electricidad fue un paso definitivo en esta aceleración mundial, no sólo para iluminar sino para poner en veloz marcha las máquinas. Pronto las rotativas desplazaron a las impresoras de tipos móviles y se multiplicó la edición de diarios y publicaciones, lo que impulsó indudablemente el esfuerzo por la alfabetización, la escolaridad, la educación. Esta velocidad adquirida alcanzó su máxima expresión, primero, en el avión, que dejó atrás la envidia por las aves y el planteamiento bélico con su estreno en la Primer Guerra Mundial. Después vinieron los cohetes lanzados al espacio con personas dentro buscando nuevos mundos. Superamos la velocidad del sonido y no estamos lejos, al menos eso creemos, de alcanzar la de la luz. Ese día…, seríamos luz.
Este vértigo se apoderó de nuestras vidas. Dejamos el deslizar lento de la aldea por la prisa urbana. El reloj se enseñoreó de la existencia humana. Todos cumplimos horarios: escolares, laborales, de reposo o diversión. Vivimos en un mundo de citas de trabajo, de consultas médicas, contratación o posibilidades artísticas. Tenemos el afán de llegar a un sitio sea pie o en un medio de transporte; son constantes nuestras miradas al marca-tiempo. Desde pequeños nos levantan y nos apremian a salir corriendo hacia la escuela. De mayores es el despertador impertinente el que nos hace salir de dulce sueño hacia la rutina de nuestras obligaciones.
Se acabó el sosiego.
Y sin embargo, Dios no se olvida de nosotros y, de alguna manera, nos obliga a la pausa. No es otra cosa este paréntesis mundial de cuarentena. Nos vamos acercando a los dos años de actividades a media máquina, de mayor permanencia en nuestros hogares. ¿Hemos aprovechado estas circunstancias? Nos fueron dadas, so pretexto de pandemia, justamente para buscar nuevos o viejos intereses pospuestos. Nos han regalado unas horas para reflexionar, investigar, practicar sobre a todo aquello que el afán diario nos hacía posponer u olvidar. “No tengo tiempo para eso” ha sido nuestra muletilla. Así, hemos dejado de cumplir tanto la misión de elemental de cariño y caridad de visitar a una anciana tía sola y enferma, como la de acudir a una interesante exposición artística para nuestro enriquecimiento personal.
Nuestra agitada vida nos ha impedido gozar de las ocasiones de solaz, pero ahora, que hemos tenido espacio para éstas, muchos no las han aprovechado. En lugar de mirar lo alcanzable desde el encierro, se han lamentado de las carencias, cayendo en un estado de abulia o desesperación. Con sólo asomarse a la ventana vemos el cielo y sus cambios: los azules nítidos, las nubes y sus forma caprichosas y sugerentes, los sonrosados vespertinos, los verdes nutridos de las copas de los árboles, el paso de las aves, sus colores y sus trinos. Y esto sólo en cuanto al placer de los sentidos corporales. Si vamos al espíritu las posibilidades son infinitas, desde leer un buen libro hasta el de internarnos en las profundidades del alma.
Es la hora de analizar a conciencia nuestra página histórica. Cumplimos o no la misión encomendada por Dios o por los hombres, si no creemos en Dios. Todos, creyentes o no creyentes, tenemos una responsabilidad con el mundo donde nos ha tocado vivir. Nadie ha llegado a éste en vano. Debo dar cuenta a Dios o a la especie humana a la cual pertenezco, sin solución de continuidad, a su pasado, presente y futuro. Qué de lo bueno de ayer he trasmitido a mi generación y que dejo a la del futuro. ¿Nada? Estamos a tiempo de rectificar. Este inacción accidental es la pausa para la meditación creadora. ¡Anégate en ella!
Alicia Álamo Bartolomé