Cuando llegué a la Universidad de Los Andes, en 1972, me encontré con una dama excepcional, muy culta y excelente docente, que era mi profesora en la Escuela de Historia en la asignatura Introducción a la Antropología. Se trataba de la antropóloga guadalupense Jacqueline Clarac de Briceño, graduada en la Escuela de Antropología de la Universidad Central de Venezuela poco antes de mi arribo a la ciudad de Mérida. Sus clases eran muy animadas y nos abrían territorios desconocidos del conocimiento para nosotros. Ella me hizo amar la ciencia de Frazer y Lévi-Strauss.
Había sido profesora de la lengua de Voltaire en el antiguo Liceo Lisandro Alvarado de Barquisimeto en los años 1950, allí conoció a su futuro esposo, el filósofo palmaritense José Manuel Briceño Guerrero, y tuve la enorme satisfacción de ser discípulo de tan extraordinario matrimonio intelectual y académico. Bajita y delgada, parecía que el clima nocturno y frío de Mérida la hacía vestir como a la europea. Recuerdo que cuando alguien hacia una intervención en sus clases pedía al alumno levantarse del asiento. Aproveche aquella oportunidad para decirle que el espíritu igualitario del venezolano no era propicio para hacer que su petición se cumpliera. No estábamos en un país de lengua francesa, en donde se acostumbra poner de pie a los estudiantes. Parece que me entendió, pues no volvió hacer tal petición.
Había entre los estudiantes una joven dominicana que usaba una peluca horriblemente postiza, de color amarillo, que muy poco le cuadraba con su piel morena. A medida que avanzaba el semestre la profesora Jacqueline iba hablando del endorracismo y de la forma en que los descendientes de los africanos quieren ocultar sus rasgos negroides, como sucede en el Senegal en los días que corren. Sucedió entonces que aquella muchacha quisqueyana se aparece a clases un día sin lucir aquella peluca de mal gusto que ocultaba su finísimo pelo ensortijado. Quedé desde entonces gratamente sorprendido de aquel triunfo del conocimiento sobre los prejuicios y complejos que han acompañado siempre a la humanidad.
Fue para mí triste que aquel maravilloso curso con tan sabia mujer terminara tan pronto. Allí nos hizo conocer la profesora Clarac unos autores que desconocíamos. Cabe destacar Los condenados de la tierra, con prólogo del filósofo Jean Paul Sartre, escrito en 1961 por un médico de la isla de Martinica llamado Frantz Fanon. Otro fue Las américas negras, del antropólogo francés Roger Bastide, Casa grande y senzala (1933) del antropólogo brasileño Gilberto Freire, y no podía faltar La rama dorada, del insigne antropólogo británico sir James Frazer. Hicimos los estudiantes exposiciones en clases, lo cual constituyó para nosotros una experiencia docente muy útil y provechosa para nuestro venidero ejercicio docente.
Pero lo más hermoso fue que ella nos anima con mucho tacto y sabiduría realizar investigaciones de campo en antropología. Después de darnos unas recomendaciones básicas, me animé realizar un estudio del Ánima de Jacinto Plaza, un muerto milagroso que está enterrado en el Cementerio El Espejo, ubicado en el centro de la ciudad de Mérida. Es el ánima protectora de los estudiantes, quienes, agradecidos por sus triunfos académicos en esa ciudad estudiantil andina, depositan en su tumba, que es una capilla, fotos de actos de grado, libros, cuadernos y diplomas obtenidos por su benévola y oportuna intercesión.
Entre las recomendaciones que ella nos da estaban la de que fuéramos los más objetivos posibles, que dejáramos de lado las descripciones literarias y ampulosas. Así fue como me mudé al cementerio El Espejo con un fajo de fichas para ir anotando mis observaciones de tan curioso fenómeno de un ánima protectora de los estudiantes, que guarda ciertas similitudes con la del ánima protectora de los choferes, el Hermano Domingo Antonio Rivero Sánchez, que yo conocí en Carora, vía a Puente Torres de la mano del profesor Expedito Cortés, mi padre.
Anoté con mi firme letra de molde y en lápiz de grafito unas veinticinco o treinta observaciones, una en cada una de las fichas que luego entregué entusiasmado a la profesora Clarac y que recibe encantada, con el rostro pletórico de emoción en el salón de clases. Entre ellas puedo recordar después de medio siglo, el tipo de persona que al sepulcro de Jacinto Plaza asistían, su sexo, edades aproximadas, nivel socio económico. En otras fichas anoté el texto de algunas placas, su fecha y lugar de procedencia de las personas que agradecen un favor al ánima de los estudiantes. De igual manera tomé nota del nombre del guardián de aquel sepulcro maravilloso, dónde vivía, su horario de trabajo y el salario o remuneración que recibía. Otro tanto hice del tipo de flores depositadas al difunto, las velas y cirios, coronas, los curiosos objetos dejados allí, tales como zapatos ortopédicos, monturas de lentes, bastones y garrotes, las horas preferidas para visitar la tumba. Aquello fue para mi persona unos momentos sumamente gratificantes y que ayudaron a despertar en mi la inclinación por conocer las manifestaciones mágicas y religiosas de nuestro pueblo creyente. Cuando muchos años después, en 2003, realicé mis investigaciones sobre las hermandades y cofradías de la Iglesia Católica en Carora desde la perspectiva de análisis de la Escuela de los Anales francesa, recordaba las magníficas y edificantes lecciones que me dio esta brillante antropóloga venida de Las Antillas francesas a dar luz y conocimientos en la tierra de Bolívar.
Termina el semestre y continuo mis estudios en la especialidad de Historia Universal con otros eminentes profesores de la Facultad de Humanidades merideña. Mi sorpresa fue mayúscula pues al cabo de unos meses recibo una invitación de la profesora Jacqueline Clarac para realizar otra investigación antropológica, esta vez entre los campesinos de la Otra Banda de Mérida, sus ritos y mitos, sus ideas de la salud y la enfermedad, propiedades agrarias, tipos de cultivos, sus vocablos arcaizantes que delataban un sustrato aborigen timoto-cuica. Hice un recorrido a pie por aquellas agrestes veredas y entrevisté a varios amables campesinos, casi analfabetos. Durante aquella investigación me motivé adquirir con mi beca de 400 bolívares mensuales de la Universidad algunos libros sobre antropología, uno de los cuales fue Antropología estructural, del eminente antropólogo francés Claude Lévi-Straus, quien por entonces estaba en la cima de su popularidad y reconocimiento mundial con su análisis estructural de los mitos entre los pueblos primitivos.
Egresé de la Universidad de Los Andes en 1976, hace ya 45 años y en mi recuerdo permanece agradecido la profesora venida de una minúscula isla del Caribe francófono. Pasaron los años y en la actualidad tengo entre mis manos sus magníficos libros: El lenguaje al revés (aproximación antropológica y etnopsiquiátrica al tema) (2005); Diosas, musas y mujeres (1993); Hacia la Antropología del siglo XXI (1999); y El discurso de la salud y la enfermedad en la Venezuela de fin de siglo (2000). Obras que han sido editadas por el estado venezolano en la editorial El Perro y la Rana y que he podido leer en Librerías del Sur, recinto de la cultura y del saber adjunto a mi Oficina del Cronista Oficial del Municipio Torres, Carora.
La doctora Jacqueline Clarac de Briceño ha hecho notables contribuciones para entender el mito nacional de María Lionza, y ha tenido la enorme audacia de afirmar que estamos en presencia de una religión en estado de formación. Pienso que esta notable investigadora, Premio Nacional de Humanidades y Premio Nacional de Cultura, se encuentra colocada entre los grandes de la ciencia antropológica en Venezuela, tales como Miguel Acosta Saignes, Angelina Pollak-Eltz y Federico Brito Figueroa, mi Maestro.
Un abrazo cordial a la doctora Jacqueline Clarac desde Carora, antigua ciudad del siglo XVI, en donde dicto magisterio en la Universidad Politécnica Antonio José de Sucre. En mi cátedra de Antropología Cultural que dicto a los futuros ingenieros rurales, los trabajos de la profesora que vino del Mar Caribe y de la isla donde nació Saint-John Perse, son de obligatoria referencia y de fructífera, apasionada discusión.
Luis Eduardo Cortés Riera