El mundo está acechado por una insólita oleada de violencia, deterioro de valores y acoso a las instituciones democráticas y al Estado de Derecho. De una parte, corrientes autocráticas o totalitarias propagan mensajes nacionalistas, populistas o xenófobos, que se siembran en necesidades no atendidas de los pueblos, como son la pobreza, la desigualdad y la inequidad, pero luego, la incapacidad de atender las promesas conduce a un círculo vicioso de frustraciones, que con frecuencia degeneran en expresiones de vandalismo, terrorismo o violencia, o en la desestabilización de las instituciones y el incumplimiento de normas de convivencia universal.
En lo geopolítico, resulta incomprensible cómo dos potencias importantes: China y Rusia, apoyan sin reservas a regímenes execrables en el mundo, como lo son entre otros Irán, Siria, Bielorusia, Venezuela, Cuba y Nicaragua, y ahora el movimiento Talibán en Afganistán, todo ello con el ánimo de expandir sus influencias y hacerle contrapeso a Estados Unidos y a Europa. Poco importan los derechos humanos, la libertad, la dignidad del hombre, con tal de enraizarse en el ejercicio del poder y estimular la polarización global, reeditando nuevas formas de guerra fría. A lo largo de mis escritos fui crítico de la política exterior del expresidente Trump, por aislacionista, por ser contraria al libre comercio y al multilateralismo, por haber cedido gratuitamente espacios geopolíticos vitales en favor de Rusia o China, y en lo interno por exacerbar la confrontación política y social, con efectos riesgosos para esa gran nación. Considero por ello razonables los esfuerzos de Joe Biden de restablecer la Alianza Atlántica con sus socios naturales de Europa, mejorar las relaciones con los países de la OTAN, y apoyar el retorno de su país al multilateralismo, aunque hoy se le cuestiona el retiro de las fuerzas militares de Afganistán, en tiempo y modalidades, sin olvidar que la decisión primigenia surgió de ingenuas negociaciones realizadas por Trump con los talibanes en Catar, tratando de ofrecer una fachada más “potable” ante el mundo, tras los fracasos históricos de todos los imperios (británico, ruso y estadounidense) en el complejo escenario afgano.
La pérdida de Afganistán representa un indudable golpe para occidente, y configura un cuadro favorable a la expansión del islamismo yihadista en Asia Central, y de retroceso en ese país en los principios plasmados en la Declaración Universal de Derechos Humanos aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1948 como ideal para todos los pueblos y naciones, y en más de 70 tratados sobre derechos humanos hoy vigentes en el mundo, los cuales son especialmente sensibles en el caso afgano, ante la restricción de los derechos de la mujer y de las niñas a la educación, al trabajo, y la vulneración de los principios de igualdad entre seres humanos.
Preocupa también la arremetida de fuerzas radicales en nuestra región, alentadas con la asunción de los gobiernos kirchnerista en Argentina, del MAS de Morales en Bolivia, de Perú Libre con Pedro Castillo en Perú, de Morena con AMLO en México, sumadas a las incógnitas que se ciernen en Chile con su reciente convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente, la incertidumbre que aflora en el panorama político de Colombia, el totalitarismo sandinista en Nicaragua, amén de las fuerzas desestabilizadoras provenientes de Cuba y Venezuela, aliadas con el crimen organizado, y las estrategias impulsadas por el Foro de Sao Paulo y el Grupo de Puebla para favorecer la conquista del poder por parte de organizaciones afines. Basta constatar cómo tan pronto como asumieron algunos de los gobiernos mencionados, las primeras decisiones estuvieron orientadas a desligarse del Grupo de Lima, y a debilitar en la OEA el esfuerzo internacional por promover una salida pacífica a la grave crisis venezolana, mediante presiones legítimas para la celebración de elecciones justas y con garantías, en un país arrasado, convertido en estado fallido y en epicentro del narcoterrorismo, en albergo a grupos criminales de proyección internacional, y en grave amenaza a la paz continental, en especial para la seguridad nacional de Colombia.
Más allá del ámbito regional, es necesario destacar la intensa labor desplegada por la corriente internacional del llamado “progresismo”, término que involucra propósitos ocultos, pues propicia objetivos debilitantes de valores que han identificado a la cultura occidental, en favor del ateísmo o el relativismo, corriente para la cual todo es permisible en aras del ambiguo concepto del derecho al “libre desarrollo de la personalidad”. Al respecto, valga ilustrar cómo los movimientos “progresistas” asumen como banderas con fines político-estratégicos, temas como la legalización plena del aborto, la adopción de niños por parejas de un mismo sexo, el laicismo, y se impulsa con audacia la infiltración de los sistemas educativos en los países, la politización de sus estructuras judiciales, la penetración de ONG y los organismos internacionales, con el propósito de un gradual reemplazo de algunos de los principios que han inspirado hasta el presente al mundo occidental, de viejas raíces greco-romanas y judeo-cristianas, que defienden inequívocamente la libertad, la dignidad del ser humano y su destino trascendente.
En un reciente libro del político venezolano Alejandro Peña Esclusa titulado “La Guerra Cultural del Foro de Sao Paulo”, se analizan algunas de las estrategias que la izquierda radical despliega eficazmente en la región, entre las cuales en forma resumida destacan: a) La revolución sexual; b) La teología de la liberación; c) El indigenismo (orientado a romper los nexos iberoamericanos); d) El ecologismo extremo; e) El narcotráfico; f) El relativismo; g) La ideología de género; y h) La brujería y el satanismo, como medios para la conquista del poder, mediante mensajes atractivos a las nuevas generaciones. Para dicho autor, los “influencers” se inspiran en métodos utilizados en el pasado por exitosos propagandistas como Müzenberg en la era estaliniana, Gramsci en Italia, Goebbels en la Alemania nazi, y yo agregaría a George Soros en la actualidad, con miras a moldear la vida de los pueblos a través de una “ingeniería social” que conduce al control del comportamiento humano en todos sus planos, con objetivos político-sociales de gran impacto y trascendencia.
La pregunta clave es si esa guerra cultural y la propagación del fundamentalismo islámico, que incluye a Europa, cuna de nuestra civilización, la cual decrece en población y no defiende con firmeza sus valores, aunada a la crisis de la democracia en tantos países, incluyendo nuestra América Latina, parte indisoluble de occidente, y la creciente penetración del crimen organizado y de movimientos radicales o anarquistas, no están colocando en un peligroso jaque a lo que conocemos como la civilización occidental. Entre tanto, el oriente emerge con fuerza y proyecta su cultura y objetivos, con China pronto convertida en la primera potencia del mundo, emprendiendo una arrolladora actividad expansiva, en alianza de intereses con Rusia, Irán, Siria, Irak y Turquía, todo ello frente a una potencia estadounidense debilitada, una Europa madura, errática e inerme ante realidades que están cambiando la faz de la tierra, y ambos sin una visión certera en relación con continentes pobres y olvidados como lo son América Latina y África, donde pueden continuar generándose indeseables escenarios de colapso de las democracias, y de surgimiento de regímenes absolutistas que tratan de perpetuarse en el poder, con orientaciones que erosionan pivotes fundacionales de nuestras sociedades, compartidos con occidente, hoy amenazados al menos en parte de su esencia.
Pedro F. Carmona Estanga