Quien ande sorprendido por la debacle de Afganistán solo tiene que recordar el fiasco de bahía de Cochinos en abril de 1961.
Allí, el respetado doctor José Miró Cardona, presunto nuevo presidente de la República, el doctor Manuel Antonio de Varona, y otros integrantes de lo que iba a ser el nuevo gobierno democrático fueron aislados por la CIA en la entonces base de Opa Locka en Miami para que no hablaran al público ni a la prensa mientras en Washington se hacía el cambio de señales que privó a los valientes expedicionarios del indispensable apoyo aéreo pactado para el éxito de la acción, abandonándolos a su suerte.
Diez y siete meses después – en octubre de 1962 – la gran crisis de los cohetes nucleares se resolvió en negociación directa entre Kennedy y Khruschev, que en la práctica garantizó la larga supervivencia del régimen cubano, dejando tanto al régimen de Fidel Castro como a la oposición democrática cubana como convidados de piedra.
Muchos culparon personalmente a los Kennedy, a Adlai Stevenson y a los Demócratas norteamericanos de lo que consideraron una traición, pero esas situaciones casi siempre son asuntos o errores de estado, no temas de personalidades o políticas partidistas.
En 1848 lo definió el primer ministro inglés Lord Palmerston, al proclamar: “No tenemos aliados eternos y no tenemos enemigos perpetuos. Nuestros intereses son eternos y perpetuos, y es por nuestro interés que debemos seguir”.
Ciento treinta años más tarde el Secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger lo parafraseó: “Estados Unidos no tiene amigos ni enemigos permanentes, tan solo intereses”, en etapas en que los Republicanos de Nixon se preparaban para abandonar Vietnam y darle la espalda a Taiwan.
Es innegable la importancia de la comunidad internacional en la solución de tragedias internas – como la venezolana – que además tienen ramificaciones regionales o aún mundiales. Pero quienes luchan por su país buscando apoyos externos jamás deben hacerse ilusiones sobre su naturaleza, perder contacto con la realidad, o culpar a los eventuales aliados porque no hacen lo que ellos quieren sino lo que dicta la política interna de cada uno.
La política en general, y en particular la internacional, tienen poco de lírico o romántico, y todo de práctico. La “realpolitik” no hay que buscarla en declamaciones abstractas sobre principios ideales sino más bien en las prácticas de los socos marroquíes o aun burdeles. Y allí toca dejar emociones e indignaciones para la intimidad, porque en el gran mundo quién vive de ilusiones suele morir de desengaños.
Antonio A. Herrera-Vaillant