Uno de los milagros de Jesús que debe haber impresionado más, sin duda sería el de la multiplicación de los panes y los peces (Jn. 6, 1-15).
¡Cómo habría sido ese acontecimiento! Una multitud de unas quince mil personas (cinco mil hombres dice el Evangelio) seguía a Jesús para escuchar sus enseñanzas. Llega la hora de comer, y teniendo sólo cinco panes y dos pescados, el Señor los manda a repartir y va sacando comida para saciar a toda esa multitud… y todavía quedaron sobras.
¿De dónde salieron los cinco panes y los dos pescados? Había un chico entre los presentes que los tenía.
Ahora bien… ¿podía el Señor haber sacado alimento de la nada o necesitaba el aporte del chico? Dios es todopoderoso y hubiera podido alimentar a aquel gentío de la nada. Entonces ¿Qué nos querrá decir el Señor con el aporte del chico?
De cinco panes y dos peces comieron unos quince mil. La espectacularidad de las cantidades realmente no es lo que importa. Lo importante es el milagro mismo de la multiplicación, lo cual significa que el Señor provee a los que necesitan y que hace esto con el aporte que requirió para hacer el milagro.
Cabría preguntarnos, ¿por qué entonces hay tanta hambre en el mundo, si Dios es todopoderoso y puede multiplicar lo que hay? Notemos de nuevo que el milagro no se realizó de la nada. Tal vez es que Dios desea nuestro aporte. Y ese aporte puede que sea como el del muchacho: muy poca cosa. Pero Dios lo quiere y hasta lo exige para Él intervenir.
El chico de este alimento multiplicado donó toda la comida que llevaba. Fue muy generoso. Y nosotros ¿damos al menos lo que nos sobra para que Dios haga milagros con nuestros aportes?
“Abres, Señor tus manos generosas y cuantos viven quedan satisfechos. Tú alimentas a todos a su tiempo” (Sal. 144). Nos dice este Salmo que Dios da el alimento cuando se necesita y todos quedan saciados. ¿Qué falta hoy, entonces?
La clave puede dárnosla un canto popular-litúrgico sobre este milagro:
Un niño se te acercó aquella tarde / sus cinco panes te dio para ayudarte / los dos hicieron que ya no hubiera hambre. / También yo quiero poner sobre tu mesa / mis cinco panes que son una promesa / de darte todo mi amor y mi pobreza.
Si tal vez diéramos todo nuestro amor, las cosas cambiarían, se remediaría un poco el hambre. Si amáramos a Dios sobre todas las cosas, podríamos aprender a amar como Dios quiere que amemos. Amando así comenzaríamos a ser sensibles a las necesidades de los demás. Comenzaríamos a ser generosos, como el muchacho del Evangelio, dando de lo mucho o de lo poco que tenemos.
Isabel Vidal de Tenreiro
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