Hace mucho tiempo que no veo el mar. La última vez que estuve en una playa fue en una fecha del siglo pasado, no la recuerdo. Tampoco he bajado al aeropuerto de Maiquetía para tomar o esperar un vuelo, donde, de alguna manera, hubiera podido apreciar la azul inmensidad. Tengo un largo ayuno de las delicias marinas: la vista del oleaje incesante rompiendo sobre la arena dorada, la brisa refrescante con olor a sal, el reverberante sol, las gaviotas pescando su alimento o trazando parábolas en el espacio, los azules de cielo y agua encontrándose en el horizonte…, ¡y la sensación de libertad!
Porque el mar es libertad. Frente él, no pensamos en fronteras, ni en caminos trazados, sino en posibilidades abiertas hacia cualquier destino. A nuestros grandes océanos no los limitan países sino continentes y esto es ya un sello de universalidad. El mar no le pertenece a nadie, sólo a Dios.
Este sentido de no pertenencia deberíamos tenerlo los ciudadanos del mundo y lograríamos un mayor entendimiento entre naciones. Nuestro planeta es la patria, no un puñado de tierra encerrado entre límites artificiales. El sentimiento de pertenecer exclusivamente a una comarca nos atrofia las alas. El nacionalismo no es una virtud, es un empobrecimiento. Cuántos conflictos trágicos ha provocado a lo largo de la Historia. El colmo es que dentro de un país también se señalen y discriminen pertenencias a terruños. Hasta la palabra terruño es mezquina en la pequeñez de su significado.
Hoy, cuando se ha logrado un acuerdo de entendimiento y cooperación entre un grupo de naciones europeas, que ha hecho valer su peso con un innegable progreso económico y una moneda única, resulta doloroso y risible el empeño de algunos de separar territorios, de dejar una unidad potente para caer en la debilidad de la división. Quienes llevan adelante estos movimientos de nacionalismo extremos demuestran tener cerebros mínimos como sus corazones incapaces de amar. Trágica dualidad: ni inteligencia ni magnanimidad.
Se agota un mundo constreñido entre fronteras, pasaportes y visas. Hay quien pretende construir muros, en contra de la sabia palabra de Francisco que habla de derribarlos y levantar puentes. De todas maneras, ¿para qué sirven las murallas si existe la aviación? Quizás sólo para cerrar los caminos estrechos por donde transita la pobreza emigrante. El dinero para construir impedimentos debería ser más bien para ayudar a la economía de los países que provocan la emigración.
Es patente la desigualdad de la distribución de la riqueza en “nuestra casa común”. La Tierra se ha vuelto una aldea gracias al formidable desarrollo de los medios de comunicación. Una persona puede verse y conversar con otra estando distanciadas por la antípoda. Y sin embargo, unos lugares nadan en la abundancia para satisfacer sus necesidades básicas, mientras en otros escasea hasta lo más esencial. Es decir, el acercamiento global que nos ha hecho a todos vecinos cercanos, no ha logrado desarticular la hegemonía económica de unos pocos países, sobre la pobreza y el hambre de muchos otros. No se han podido establecer la justicia ni la misericordia. Terrible falla para el real avance de nuestro planeta.
Sin justicia no hay paz. Y no habrá nunca justicia donde convivan a la vez la abundancia para unos y la escasez para otros. Los desposeídos se alimentan de rencores y odio; los que todo lo poseen se ciegan en el goce de sus bienes. Si al fin surge un conflicto entre ambos bandos, con tanta carga negativa, tampoco verá luz la misericordia. Si llegara a establecerse políticamente la justicia social, estaría incompleta sin ésta.
La añoranza del mar me ha hecho llegar a estas reflexiones. Quizás por su profundidad, el piélago azul invita a ir más adentro de su superficie y bucear hacia el abismo donde hay exóticos paisajes en penumbra. Es lo que he intentado. El alma de cada uno de nosotros es un océano y nadie puede quitarnos el ansia de libertad infinita que nos embarga. ¿Por qué no lograrla en la unión de todos como lo están las gotas de agua en el mar?
Alicia Álamo Bartolomé