Venezuela alcanzó esta semana 210 años de la proclamación de su independencia sumida en la más abyecta degradación en todos los órdenes, comparable solo a los peores momentos de 1814 y a los atroces episodios de la guerra federal.
La lucha entre civilización y barbarie es prácticamente historia de la humanidad. En todas las sociedades coexisten sectores civilizados y otros que sobreviven en estado de primitivo atraso y profunda ignorancia. Se conoce si un país o sociedad es o no desarrollado por la proporción de su población cuya existencia transcurre en una de esas dos categorías.
Hoy un 98% de la población venezolana pervive hundida en un profundo subdesarrollo, en medio de una auténtica ley de la selva, donde en este triste aniversario apenas destaca un determinado grupo de antropoides dotados de nuevos disfraces de opereta.
Lo peor de las últimas décadas ha sido la glorificación de la barbarie que ha ido calando universal y masivamente a través del populismo y de los medios modernos de comunicación, con frecuencia diseñados para el mínimo cociente de inteligencia humana posible, plagados de caricaturas y simplismos.
En un creciente número de sociedades se va notando una tendencia a exaltar la más abyecta vulgaridad, revolcándose en la ignorancia y refocilándose en la destrucción de cualquier emblema de superación y progreso. El rasero nivelador de muchos políticos y medios parece dedicado a reducir todo a un mínimo común denominador de mediocridad que populariza lo más soez, ordinario, chabacano, grosero, bajo, vil, y ofensivo.
Para buscar una analogía histórica – o semi histórica – a lo que actualmente se presencia en Venezuela – y varias otras sociedades – es quizás necesario evocar escenas del célebre “Satyricón” de Federico Fellini (1968), que recrea la Roma decadente de tiempos de Nerón con toda su corrupción, amoralidad y libertinaje, en medio de un surrealista desfile de esperpentos.
En aquella obra el último reducto de civilización pareciera ser el sereno y digno suicidio de los patricios abrumados por la incesante mugre moral e intelectual de su entorno.
Afortunadamente, la historia de Venezuela y del mundo también confirma la alternabilidad – a veces pendular – entre lo bajo y grotesco de la tétrica actualidad y los mejores valores de la humanidad.
En medio de la tristeza e indignación que genera el onomástico de una independencia hoy inexistente conviene recordar que al final la civilización siempre vence a la barbarie y que una nueva nación surgirá del doloroso aprendizaje de esta deprimente pero pasajera etapa.
Antonio A. Herrera-Vaillant