El café y el agua habían hecho su efecto. Amaru deseaba bajarse los pantalones y desahogar su rabia y vergüenza.
Pero prefirió dejarle al universo algo tan terrenal, además, ya tenía dos días sentada en su viejo Spark gris y a 10 carros se veía el paraíso soñado: los surtidores de gasolina.
De seguro es la emoción la que me produjo esta necesidad de llorar y reír- pensó, mientras su mente estaba en secreta actividad: todo lo que haría con sus 20 litros de gasolina: manicure, gimnasio, visitar a la abuela, llegarle de sorpresa a Ikal.
Si, a Ikal, el mismo que con la excusa de no tener combustible se había escabullido las últimas dos semanas. Andaba en algo. Amaru lo sabía, pues cinco años de ir y venir, de su casa a la suya; conocía todo de él, menos realmente quién era.
Avanzan dos carros y es inevitable ver el reloj: 3:20 p. m., el sudor del calor se mezcló con el frío latir del corazón, las manos mojadas se enfriaron al pensar que justo a las cuatro cerraban, y sería otro día allí, en la cola para surtir gasolina.
Amaru en movimientos frenéticos miraba a su alrededor como quien busca un consuelo, pero los otros desesperantes rostros eran unos manojos de nervios y frustración también, cerró los ojos y se dio cuenta que tenía la misma sensación que cuando conoció a Ikal.
Aquella noche de enero, en el cerro el manzano; Ikal se sentó junto al colchón de ella, era un tipo de ágil conversación y asustadiza mirada, tiempo después se enteró que la agitación de aquel momento tenía más que ver con el ritual de esa noche que por su presencia.
Ella recuerda que luego del desvarío se contaron mutuamente las historias más absurdas con la mayor seriedad del mundo.
Ambos mientras bebían el rancio café al lado de la fogata coincidieron que la conciencia y cobardía son en realidad lo mismo, y entre sorbo y miradas escuchaban junto al chamán las más extrañas experiencias de la noche: un joven albino de grandes manos en tono melancólico decía que se había reconciliado con su exesposa, una mujer rechoncha con olor a limón aún sentía en su garganta haber vomitado un ladrillo que le oprimía y se guardaba el significado para ella; y hubo quien vio cómo en el techo florecían telarañas de colores fosforescentes. Y también quien se volvió a casa en su carro, con su manta y con su almohada, haciéndose cientos de reflexiones.
Aquella noche la mente de Amaru tras la primera toma de Ayahuasca, le generó la misma devastadora introspección al igual que en este momento: una vida perdida en una interminable cola para surtir gasolina. Iba a morir de un asqueroso sentido común – pensó – al tiempo que miraba al apacible señor dueño absoluto del surtidor de la gasolinera.
La Ayahuasca conocida como yagé es una mezcla de dos plantas: enredadera de ayahuasca y chacruna, esta última contiene alucinógenos, lo que hace que su consumo sea en unos países ilegales y otros, como en Suramérica constituye la puerta al mundo espiritual y sus secretos.
Lo cierto que para Amaru aquella noche la ayahuasca se convirtió tal como lo han dicho muchas investigaciones científicas, en un exprimidor físico y emocional.
Por ello la necesidad de llorar e ir al baño de Amaru y su silencio ante la proximidad de acercarse al surtidor de la gasolina: era una especie de gasolina ayahuasca, y con ello se repetía esa misma sensación de estar a merced de sus emociones y de otros.
Jerónimo no le hacía honor a su nombre, ni era sagrado, comprensivo ni un dechado de carisma. Era idéntico al rey de basto. Para él, tener el control del surtidor de gasolina era la oportunidad de vengarse del mundo. Por ello su sonrisa desafiante y convulsiva mirada a su reloj eran un acto de alegría casi cruel.
Eran las 3:43 p.m. cuando Jerónimo decidió beberse un café con la parsimonia de quien revela músculos adoloridos, fatiga, y un estado de ánimo socavado en parte por el calor del día.
Amaru al ver a Jerónimo en su ritual incomprensible del café, sacudió la cabeza, como si así pudiera lograr que sus emociones adquirieran alguna definición. No lo podía creer, justo antes de las cuatro Jerónimo había decidió hacer la hora del café inglés – Amaru hablaba rápido con voz ronca y áspera, pero era incapaz de captar el sentido de sus palabras.
Llevaba un suéter raído que no dejaba de ceñirse cada vez con más fuerza, y se balanceaba levemente en el asiento, como siguiendo el compás de la electricidad que le invadía el cuerpo, se bajó con furia y tempestad del viejo Spark gris y enfrentó el calor de la calle que parecía abofetearle como si hubiera encendido una estufa en su cara. Caminó los ocho carros que la apartaban del surtido de gasolina como un soldado, con la mirada al frente de Jerónimo.
Se sacudió las manos como un cocinero que espolvorea un plato con sal y vio de frente a un Jerónimo de rostro macilento – los ojos fugaces de un caballero incierto- pensó al tiempo que se daba cuenta en ese instante no tener influencia sobre su carácter.
Había leído demasiado para ser sabia, y pensaba mucho para ser bella, y allí estaba abatida frente a un hombre de corpulencia pueril, sus pequeños parpados fueron cayendo y empezó a recordar su momento ayahuasca en cerro manzano. Vomitó.
La ayahuasca hace vomitar le dijo el chamán – lanzando a su alrededor una mirada extraviada – es para ver con claridad qué es lo que está expulsando, lo que se está quitando de encima. Y que alivio será inmediato – exclamó el anciano con una profunda nota de patetismo en su voz. –
Amaru hace un silencio agobiante y se voltea al viejo Spark gris, se dejó caer en la desvencijada butaca y escondió la cara entre sus manos: lagrimeo, ganas de ir al baño, vómitos. Todo en una cola para surtir gasolina pensaba con pálida rabia.
Recordó que en el cerro manzano cuando bebió la segunda dosis, tuvo la seguridad que la ayahuasca estaba pasando por todo su cuerpo en una especie de escaneo para buscar lo malo y botarlo, como si dentro de su estómago estuviera una hoja de papel que se arrugaba. Y así se sentía en medio del calor.
Escucha ruidos de cornetas, gritos y silbidos, levanta el rostro y ve un entusiasta Jerónimo haciéndole ademanes con sus manos, una sosteniendo el vaso del café y con la otra mano sujetando la manguera de la gasolina, y pidiéndole se adelantara a un sitio distinto de su fila.
Fritz Márquez
@fritzmarquez360