Si Venezuela sigue siendo un país, es un país marchito. Cuatro lustros y medio de ignominia han dejado su profunda huella y el sentimiento en el alma nacional de que no saldremos adelante. ¿Pero es que nos queda aún esta alma o también nos la han arrebatado? Porque arrasaron con todo lo parecido a bienestar. Dejaron pobreza generalizada, hambre, inseguridad, ausencia de servicios básicos, sanidad, educación, recreación, producción agrícola e industrial… Es decir, acabaron con todo. Tan sólo nos queda el aire que respiramos, ¿pero hasta cuándo?
Lo que es peor, nos aniquilaron el futuro al marcharse la pujante y formada juventud al extranjero, en busca de mejores perspectivas de vida y trabajo. Nos dejaron sin ciencia ni inteligencia. En la diáspora, los venezolanos prodigan sus capacidades, contribuyen al progreso y buen vivir de países que seguramente se convertirán en sus patrias. ¿Volverán algunos? Muy pocos. El hombre echa raíces donde es bienvenido y apreciado. Quedó atrás el tiempo cuando Venezuela fue para los inmigrantes esa tierra pródiga que los acogía como nuevos hijos, ansiosa del aporte cultural que le traían. Hoy, hasta los hijos y nietos de éstos se han marchado.
Venezuela es un país exhausto. ¿Acaso no queda entre nosotros alguien que valga la pena? Seguramente sí, empezando por abuelos que dieron su vida al trabajo y la construcción de una nación libre, en desarrollo, avanzando hacia un porvenir prometedor para sus descendientes; hoy, desengañados ante sus sueños rotos, con una familia esparcida por el mundo y la sola alegría de conocer y ver a sus nietos por fotos y videos. Hay también gente madura, en plena capacidad de trabajo, no se ha ido por amor al terruño, otras ataduras o porque conserva la ilusión de que todavía se puede hacer algo por la patria rota y está dispuesta a entregar su fuerza a esta causa, así la espera siga pareciendo vana. Por otra parte, debe haber aún un sector de juventud soñadora, sin posibilidades de irse del país pero sin renegar de quedarse y revertir su suerte, sin saber a qué líder o causa seguir, pero esperando luces que la orienten. Y quedan también, desgraciadamente, los oportunistas que no desperdician ocasión, buena o trágica, para beneficio propio, sea de dinero o de poder. Son los más, por eso no logramos salir de este pozo de amarguras. Apoderados del país, lo dominan, lo envilecen y destruyen. Han desmembrado los poderos asiento de la democracia y se aprovechan de los recursos económicos para engordar sus bolsillos. Son los buitres nacionales.
Se han ido los mejores. Destino fatal de nuestra nación. En el siglo XIX se fue hacia otros horizontes Andrés Bello y se constituyó en piedra fundamental para el nacimiento de un país: Chile. Simón Rodríguez en tierra extranjera impartió sus revolucionarios métodos educativos. El mismo Simón Bolívar se marchó a luchar por la independencia de otros países y en éstos fue más respetado y venerado que en su propia patria. Murió fuera y olvidado de ésta. Recordemos que en Venezuela, cuando se supo su fallecimiento, hubo lanzamiento de cohetes de júbilo. Hoy algunos se llenan la boca con un bolivarianismo falso y pestífero. La figura del Libertador necesita un baño de lejía.
Se han ido los mejores, pero no debemos llorar por ellos sino regocijarnos en ellos, desearles que sigan triunfando y contribuyendo a la grandeza de sus patrias de adopción; si nosotros no podemos izar nuestra bandera para que flamee orgullosa en la cúspide de las naciones del mundo, que ellos hagan correr el nombre de Venezuela al paso de sus alcances. Acaso sea un consuelo pírrico, pero consuelo al fin.
Se han ido los mejores, pero los que nos quedamos tampoco somos los peores, sino los desamparados que cargamos sobre nuestros hombros los terrones de la demolición de un país. Y aquí hay cierta grandeza. Abatidos, sin rumbo, inhabilitados y siendo casi un desperdicio, nos mantenemos en pie. No han podido doblegarnos hasta un final. No. Somos todavía baluarte de la esperanza, porque respiramos gozosos el aire que nos queda, nos baña la luz y el calor de un sol eterno, que nadie nos puede quitar, como tampoco la coloreada belleza del paisaje, sea la montaña, el llano, la selva o la playa. Somos venezolanos, hijos de un Dios que no abandona.
Alicia Álamo Bartolomé