La medianía del año trae a Venezuela las lluvias y en muchas zonas agrícolas del país se comienzan a recolectar las cosechas que llenarán las despensas de los agricultores y los puestos de mercado en las grandes ciudades. El ciclo natural de las siembras vuelve a cumplirse y el fervoroso campesino agradece a la divinidad por los frutos recolectados. En El Tocuyo, ciudad madre de Venezuela, y en todo el estado Lara resuenan los cantos del Tamunangue como la expresión más visible de los rituales ancestrales que los hombres del campo repiten año tras año para celebrar el día de San Antonio de Padua, santo patrono de todo el municipio Morán.
Durante su fiesta anual, celebrada el 13 de junio, muchas iglesias tienen por costumbre repartir pequeños panes entre los concurrentes a los servicios religiosos, algunos de los cuales lo guardan como “reliquia” en lugar de comérselo. Esta costumbre se corresponde con un episodio de multiplicación de los panes para alimentar a los hambrientos que acudían al fraile en su convento. De hecho, en su iconografía es frecuente ver al santo sosteniendo al niño Jesús entre sus brazos y un panecillo en sus manos. Esto resulta un tanto contradictorio ya que San Antonio también es el patrono de los celíacos, personas intolerantes al gluten presente en la harina de trigo con la que se elaboran los panes.
Más allá de esta de esta piadosa contradicción, el llamado Pan de los Pobres o Pan de San Antonio representa un símbolo importante en la celebración de este santoral. Aunque no todas las iglesias cumplen con este ritual, sin duda el pan está presente de manera indirecta en esta o cualquier otra celebración, especialmente en los pueblos del estado Lara en donde se vive la fiesta en calles, plazas y casas de las familias que pagan promesa. Para mitigar el hambre de media mañana o media tarde, para ofrecer a los visitantes como acompañante del cafecito, para llevar como suvenir a sus lugares de origen o, simplemente, para probar un pedacito de la tradición de esa zona, existe en el estado Lara una gran variedad de panes que han traspasado sus fronteras y se conocen en distantes lugares de la geografía nacional e internacional.
San Antonio ha bendecido estas tierras con infinidad de panes aromáticos, de texturas variadas y formas caprichosas. La acemita tocuyana, esa reluciente rosca elaborada con harina, levadura, papelón, huevos, manteca y las más variadas especias, con el color de la gente que labora bajo el inclemente sol. Se les puede encontrar “aliñadas” con nuez moscada, canela, semillas de anís y vainilla, y a las más elaboradas, se le adicionan trocitos de queso criollo. Un buen pedazo queso de cabra fresco y una humeante taza de café son excelentes acompañantes de este emblemático pan que fue por años amasado en panaderías caseras como la de la recordada Niña Engracia en El Tocuyo.
Hermanas menores de las acemitas son, sin duda alguna, las catalinas, esa delicia de la tradición larense que transita entre el pan y la galleta ya que pueden encontrarse de cuerpos abultados y textura esponjosa o de consistencia crujiente y delgada silueta. También las hay negras o blancas, como variada también es la tez de las laboriosas mujeres que las preparan. Paledonia, del otro lado de las elevadas montañas que separan los estados Falcón y Lara, en donde la misma mezcla se hornea en moldes altos como si de una torta se tratase. La jocosidad del venezolano la bautizó desde hace mucho tiempo como cuca, nombre que aún genera sonrojos entre las damas y es fuente de chistes para algunos caballeros.
Son muchos los pueblos del municipio Morán en donde se puede disfrutar de panes artesanales únicos en su tipo. Una de estas delicias es el famoso pan de Tunja que se elabora especialmente en Los Humocaros, pueblos tranquilos en las estribaciones andinas larenses. Con un nombre que rememora a la capital del departamento de Boyacá, al parecer los orígenes de este pan se ubican en la lejana población colombiana, con la que los comerciantes españoles asentados en El Tocuyo establecieron un corredor comercial a través del cual intercambiaban productos de la más variada especie. El pan de Tunja, de esponjosa y dulce miga, probablemente fue traído desde allá pero fue en Los Humocaros en donde encontró su verdadero gentilicio.
En la zona norte del estado Lara, en el poblado de Aguada Grande se puede disfrutar de un pan aliñado amasado artesanalmente por familias de dilatada raigambre y habilidosas manos, que han hecho de la panificación su razón de vida a lo largo de varias generaciones. El conocido pan de Aguada Grande, producto insignia de la Panificadora Aguada Grande que lo produce desde hace más de 90 años, es un pan dulce aromatizado con semillas de anís y con un aspecto muy característico que asemeja dos panes morochos, apenas separados por una hendidura central.
Si bien el siguiente pan de mi lista de hoy es conocido en diferentes zonas del país, en Lara adquiere características especiales. Se trata del pan cagalera o alfajor. Lo primero que hay que aclarar es que no se conoce a ciencia cierta la vinculación de este pan relleno con el apelativo de cagalera, palabra usada en los llanos venezolanos y parte de la región occidental para referirse a la zona baja de la espalda, a donde no llega la luz del sol. A pesar de lo incongruente, este nombre le confiere cierta personalidad a esta delicia de la panadería criolla que combina una dulce y suave masa con un relleno de mermelada de plátano coloreada de rojo intenso, a diferencia de la versión más difundida en la región central cuyo relleno de papelón y queso recuerda al golfeado.
Panes de leche, alargados, suaves, esponjosos y azucarados, que resolvían con facilidad una merienda escolar. Existía una variante con un formato redondeado y un punto rojo de colorante en el centro que era llamada Pecho e`niña. O los cachitos, cuyo nombre se corresponde con su aspecto parecido a los cachos de un vacuno y que los vendían por docenas unos pegados a los otros. Los panes de leche podían comerse al seco, pero los cachitos era obligante mojarlos en café o en leche para hidratarlos un poco ya que su característica principal era la crocancia y sequedad de su miga. Mención aparte para las canelitas, especie de bastoncitos de harina de trigo con profundo olor y sabor a canela, que representaban todo un reto al comerlas ya que podían perfectamente tumbar la más firme de las dentaduras.
Si de panes rellenos se trata, las Pavitas barquisimetanas fueron las preferidas de varias generaciones que podían adquirirlas en la panadería más cercana o en las cantinas escolares. Conocidas en otras regiones del país con el altisonante apelativo de bombas, las pavitas son la versión guara de las berlinesas llevadas hasta esas cálidas latitudes por los panaderos portugueses e italianos que iniciaron sus emprendimientos a su llegada a la ciudad de los crepúsculos a mediados del siglo pasado. Su masa es muy similar a la de los dónuts y está elaborada con harina, leche, azúcar, manteca, huevo, levadura, esencia de vainilla, ralladura de limón y sal. Se fríen en abundante aceite para lograr su forma esférica y abultada. Al enfriar se rellenan de crema pastelera y se cubren con azúcar pulverizada. Una delicia.
En los mostradores de las pulperías barquisimetanas se podían encontrar hasta finales de los años 70’s redondeados panes salados llamados morrocoyas. Eran de una fina masa sobada con una corteza bastante lisa y suave al tacto. Las canillas, campesinos y gallegos se encontraban en algunas panaderías de las zonas comerciales, pero las morrocoyas reinaban en las barriadas populares.
San Antonio intercede ante el creador por buenas cosechas y sus fieles devotos lo agradecen con cantos y bailes. El pan de San Antonio se multiplica en las manos de los larenses y se manifiesta en formas tan variadas que ni el mismo santo hubiese sido capaz de reproducir semejante milagro. Otro motivo más para agradecer al son del tamunangue.
Miguel Peña Samuel