¿Qué objeto tiene la vida? ¿Para qué sirve vivir? ¿Cuál es la razón de la vida?
Habrá centenas de formas y maneras de formular esta antiquísima pregunta. Intentemos ahora un paseo por las impresiones que causaron las respuestas dadas, en particular el grado de satisfacción o frustración–siempre subjetivo— que cada interrogante mereció.
Se dice que sobrepasan los centenares de miles a lo largo de las épocas, los casos de grave enajenación como resultado de los fallidos análisis realizados a las repuestas encontradas. Y, probablemente también se contarán por miles los que frustrados ante el resultado de sus interrogantes, rindieron armas optando por retirarse de tan riesgosos terrenos filosóficos.
Lo que me parece cierto del espinoso asunto, es que la manida pregunta es fatalmente impropia de propósitos y se debe a la extrema inquietud del ser humano por explicarse la naturaleza de las cosas. Un poema encontrado en una excavación por aquellos predios orientales donde nacen las primeras civilizaciones, fechado unos 4000 años a.c. habla del abandono, de la soledad, de las aflicciones del alma. Es una sólida muestra que las preocupaciones anímicas y espirituales acompañan al hombre desde los más precarios estadios civilizatorios.
Tenemos así claros indicios de preocupaciones por aspectos tan intrincados del existir desde los ciclos primarios de la civilización. Angustias despertadas con la invención de la escritura en las tablillas de signos cuneiformes creados por los Sumerios, (+/- 10.000a.c.), centrando la evolución en lo cultural y abriendo caminos al espíritu.
Qué argumentos van a sostener mi afirmación acerca del despropósito de la pregunta tema del artículo.
La pregunta sobre el objeto de la vida nace bajo el manto de un grado de profunda ignorancia sobre la real y auténtica condición del hombre en estado, tiempo y condición. Cuando el hombre, recién llegado, se observa y compara con los seres vivos que le rodean, se hace consciente de subio-existencia varios escalones más allá –ignora cuántos—del más evolucionado con el que comparte espacios y subsistencia. No es el más fuerte ni el más veloz. Tampoco el más fiero o aguerrido ni el mejor dotado de armas naturales para el combate: garras, mordida. musculatura, reflejos de relámpago …y sin embargo puede vencerlos a todos. Dominarlos, controlarlos, ponerlos a su. servicio.
Terrenos que suponíamos un tanto áridos respecto a las emociones y su impacto en el espíritu, van despertando, cultivan sentimientos y emociones que se instalan e incuban lentamente en su ADN de donde brota la convicción de superioridad que lo eleva a la condición de ente divino. Así lo piensa y siente, evidenciando las primeras escalas de una alienación que no le abandonará. Hijo de los dioses, ahora no solo controla, domina y ha puesto a su servicio a miles de otros seres. Se enfrenta a la naturaleza con la fuerza de herramientas y creaciones artificiales. La coloca a su servicio desde las perspectivas más utilitarias que pueda concebir. Horada montañas, asalta el subsuelo, se eleva por los aires, desvía el curso de los ríos. Usa y abusa de los recursos que juzga dispuestos sólo para él y su generación.
Alcanza el clímax de la arrogancia y la estupidez pretendiendo ser la cima de la creación. Cegado irremisiblemente por la alienación que lo ata y esclaviza, se empina en sus talones jurando alcanzar el infinito para dorar la torta de su estulticia clamando que el universo y la totalidad del cosmos se justifican en la medida de su existir divino, hijo predilecto del sumo creador que premia su obra cediéndole espacio vital en el propio centro del Universo: La Tierra.
Cuando mentes tan brillantes como rebeldes demuestran la falsedad de sus pretensiones, rechaza el trozo de verdad obtenida. Tanto se niega a la aceptación de comparsa, relegándole del senudo-protagonismo pregonado por todos los medios durante milenios, que al fin cuando dice aceptar las redescubiertas verdades, prosigue elaborando negaciones subrepticias a las pruebas demostrativas de la insignificancia de su casa cósmica, pues si algo se hizo patente a partir de los hallazgos de Galileo, fue observar la pequeñez del tercer planeta del sistema solar. Posteriormente y a medida que las exploraciones del cosmos avanzaron, se colocaron telescopios en órbitas y comenzaron a descubrirse exo-planetas y gigantescos supercúmulos galácticos que hacían parecer motas de polvo a conjuntos planetarios como el nuestro, regido por una pequeña estrella amarilla que en sumismo barrio cósmico encuentra soles como Sirio, muy superior en masa y volumen, Castor y Polux que decuplican a la anterior. Arturus aun mayor, Antares y las gigantescas Betelgeuse y Aldebarán. Soles descomunales que convierten nuestro sol y su cortejo planetario en un mini-sistema.
Cuanto podemos significar nosotros, los seres humanos, habitantes de una pequeña célula en un órgano menor de una galaxia de mediano tamaño. Cuanta estúpida arrogancia el creerse cima de la creación. Cómo se puede llegar a semejantes despropósitos. Somos una partícula más en un experimento del que no tenemos la menor idea para que servirá, quién lo ha creado, con que fines. Toda la filosofía e inquietudes que nos hacen creer pensamientos de alta intensidad y conceptos trascendentes desde la “a” hasta la “z”, no son más que pompas de jabón flotando en nubes de ilusión.
Lo único que parece cierto e indudable es que no somos más importantes que un alga azul, una hormiga o las florecillas de una hierba mala. Desde estas consideraciones se deduce lo absurdo de la pregunta tema de estos párrafos. Tiene objeto la vida?…
Una interrogante formulada desde el error. Ceñirse a la creencia base de la importancia del ser humano, grillo mental autoalienante y enceguecedor
de una partícula bizarra y escandalosa entre los billones de participantes en el caótico experimento de VIVIR.
Pedro J. Lozada