Una de las constataciones inmediatas que deja la experiencia destructora del socialismo del siglo XXI en América Latina – vuelve a mutar, sin reinventarse, pasadas dos generaciones, presentándose en lo sucesivo como progresismo – es que sus artesanos, huérfanos del comunismo real, logran desmontar los órdenes constitucionales democráticos y sostener sus teatros constituyentes cooptando y sujetando a la Justicia y a sus jueces.
Venezuela, luego Ecuador y Bolivia, tanto como Nicaragua y ahora El Salvador, son paradigmas de esa enseñanza tortuosa y de clara estirpe fascista. Lo recuerda Piero Calamandrei. En su ensayo histórico célebre sobre El régimen de la mentira, que he mencionado repetidamente en mis columnas, muestra cómo, bajo el tiempo de Mussolini en Italia, se le hace decir a la ley lo que no dice: “Hay un ordenamiento oficial que se expresa en las leyes, y otro oficioso, que se concreta en la práctica política sistemáticamente contraria a las leyes… La mentira política, en suma, como la corrupción o su degeneración, en el caso… se asume como el instrumento normal y fisiológico del gobierno”.
Se explica así que, con avieso cinismo, Hugo Chávez Frías, pionero del Leviatán o monstruo marino del tiempo que corre y que recién reivindica como «derecho social al Estado» el Grupo de Puebla, a propósito de las persecuciones y judicializaciones de quienes se le oponen desde la acera de la democracia y que procura – como lo hace la pareja Ortega-Murillo de Nicaragua en estos momentos – afirme que todo vale “dentro de la Constitución, nada fuera de ella”. Son “sus” jueces, justamente, los que trazan la línea sobre el campo.
Lo sensible y lamentable es que, en el largo tiempo transcurrido, son tres décadas desde la caída del Muro de Berlín en 1989 hasta el inicio de la pandemia en 2019, con la consiguiente instalación de gobernanzas bajo emergencia constitucional, el efecto modelador antidemocrático – piénsese en Chile y como cabe reiterarlo, en El Salvador – se ha venido tragando a los mismos liderazgos democráticos y debilitado sus fortalezas. Que acudan a elecciones a la medida, confirma dicho juicio. El zarpazo por el poder y el aseguramiento de los espacios clientelares y partidarios, a saber, la política como oficio y no como servicio, han llevado a la prostitución de los ideales. Se les tacha de inservibles, incorrectos políticamente.
No por azar, el hacerle decir a las constituciones y cartas democráticas lo que no dicen explica el desiderátum: el relajamiento del significado preciso de las palabras y la disposición como medios de las escribanías judiciales. Se trata de acabar con los sólidos culturales de Occidente, para globalizar las relatividades al detal y destruir en los hombres – varones y mujeres – el sentido de la esperanza.
La piedra basal de la cultura milenaria que busca enterrar el globalismo progresista, manipulando y controlando a sus perros de presa – los jueces y sus sentencias – bien explica lo que acontece.
La épica en el mundo de Homero, germinal y seminal fuente literaria de la ética que sustenta al patrimonio intelectual que se destruye a mansalva, no solo en las calles sino en las constituyentes progresistas de actualidad, también tuvo sus jueces, en los poetas que la describen. Pero entienden estos, de otro modo, que “el concepto de modelo muestra… la apertura hacia un espacio ideal, habitable por el hombre”, surgido de la admiración hacia el héroe, pero sin que se reduzca el todo a su individual protagonismo. Es en las ideas de “la solidaridad, la comunidad en las ideas, en la fuerza que emanan las figuras míticas que las expresan”, donde “se configura un espacio” en el que se construye una forma de realidad”. Vivir, por consiguiente, lo explica mejor Emilio Lledó, “no se agota en los hechos cotidianos”, debe ser y “es una forma de esperanza”.
La épica procaz y antiética que impone el marxismo redivivo, y al que se asocian las corrientes del globalismo progresista, del denominado “capitalismo de vigilancia”, no ve ni va más allá del narcisismo, del ecosistema digital de las Fake News, es celebrante del post fascismo, en el que la coherencia entre ideales y comportamientos se vuelve baratija. Los jueces sin probidad, que siempre los hay y a pedido, han sido factores esenciales de esta ruptura epistemológica.
La enseñanza no se hace esperar
Recién discurrí ante los juristas y académicos de Brasil en el marco del Congreso Internacional sobre Derecho Constitucional Procesal, reunido en Curitiva. Les hablé sobre el desafío que interpela a los jueces constitucionales de nuestros Estados, allí y en los espacios de independencia en los que sobreviven y se mantienen probos. A través de sus tareas exegéticas pueden reconstituir y salvar los activos occidentales, en medio de una transición mejor ganada para las incertidumbres.
La certeza de las palabras en sus sentencias, sus enseñanzas judiciales dirigidas a los gobiernos y nuestras naciones, apalancadas sobre los predicados universales de la democracia contenidos en la Carta Democrática Interamericana – que es vinculante como interpretación auténtica de la Convención Americana de Derechos Humanos – acaso, como lo creo, pueden frenar el deslave de desesperación que acusan nuestros pueblos. Han de salirle al paso a los que atizan con maldad e insensibilidad imperdonables el populismo político, de izquierdas, de centros, y de derechas que se intercambian al azar, animando miedos y un sentido de dependencia que irrespeta a la dignidad de la persona humana.
Asdrúbal Aguiar