Para cualquier sitio que uno viaje dentro de país, física o mentalmente, el abandono, miseria y desolación que observa produce un desgarramiento moral que se convierte en ira y humillación al mismo tiempo.
En Apure nuestro ejército se muestra impotente para defender nuestra soberanía territorial ante organizaciones guerrilleras que están demostrando estar mejor armadas y mejor adiestradas para el combate. Produce dolor esa masacre, independientemente de la posición política que uno tenga, esos soldados muertos y secuestrados son nuestros, son jóvenes que están luchando por nosotros en una desigual y turbia guerra de fronteras donde lo único claro es que las víctimas son muchachos inocentes.
Duele a quienes apostamos nuestra vida a la legalidad republicana que el Estado haya perdido el monopolio de la violencia y en las cárceles gobiernen los pranes, en las zonas populares manden bandas delictivas, ejemplo siniestro de esta realidad son el Coqui en la Cota 905 y el Willy en Petare, como igual sucede a diferentes escalas en las principales ciudades del país, como pasa también en las zonas fronterizas donde el paso migratorio es controlado por grupos de personas con poder extraterritorial.
Esta anarquía, este desamparo civil, esta miseria mutada en carencia absoluta de comida, libertad y legalidad, nos ha inmerso como país en un sótano civilizatorio donde la ley ha sido suplantada por los caprichos de los distintos clanes que basan su fuerza en la capacidad de fuego de su armamento y en la disposición que tengan para usarlo.
Duele este cabotaje por nuestras ciudades y campos, duele este peregrinar por los retos de un país que una vez fue referencia de prosperidad económica y funcionamiento democrático, duele este viaje de hoy por las ruinas de una nación víctima de su ingenuidad y el vicio circular de no lograr entenderse en las cosas esenciales
Si hacemos el recorrido por nuestras universidades, partiendo desde cuando fuimos estudiantes y le poníamos alas a nuestros proyectos de vida, un ramalazo de angustia lacerante nos hunde en la amargura de la impotencia. Ver todas y cada una de nuestras casas de estudios convertidas en detritus urbano es algo que nos derrota como hijos del conocimiento y las ideas. Y al transformarse en desastre físico, las universidades mueren también como reducto de la esperanza y el progreso, clavando en nuestras almas un puñal de vitriolo que corroe nuestros sentimientos de piedad y deja libre a los lobos de la ira.
Lo anterior evidencia que desde la violencia institucional que legítimamente deben ejercer la Fuerza Armada y las policías del país, hasta las fuerzas del intelecto representada por la academia y las Universidades han sido arrasadas absolutamente por las fuerzas del mal que representa el oficialismo de la dictadura venezolana. Nada bueno en este país ha logrado sobrevivir moral, institucional o económicamente ante tan ignominioso ataque. Sólo la gente de buena voluntad, que es una inmensa mayoría de nuestra población, espera el momento de la reconquista de la libertad y de la reconstrucción de un país que tiene lo necesario para ello.
En nombre del humanismo que sembró en nuestros corazones la democracia, la universidad y el ejerció de ciudadanos libres, nos toca recomponer nuestro espíritu de sobrevivencia y desde los rescoldos de la precariedad republicana que nos queda, alzar vuelo hacia la reconquista de la Venezuela que fuimos. Lo primero es conformar la unidad integral de las fuerzas democráticas, eliminando de nuestro vocabulario las etiquetas infamantes y abriendo espacios amigables para todos quienes amen al país desde la humildad, el sacrificio y la voluntad de luchar por la libertad sin hacer cálculos personales o grupales.
Jorge Rosell y Jorge Euclides Ramírez