Latinoamérica atraviesa tiempos inusitadamente complejos y peligrosos. No es reciente la lucha entre extremistas de izquierda o derecha y quienes luchan por mantener las prácticas e instituciones de la democracia. Tampoco es novedad la presencia subversiva en todo malestar de los distintos países, porque los eternos resentidos y promotores de odio aprovechan cualquier causa o excusa para agravar conflictos y revolver las aguas. Cuba y Venezuela llevan años echando leña al fuego de problemas en la región, y desde hace siglos existe intervención extracontinental de potencias que pretenden disputar la posición global de Estados Unidos.
Pero hoy casi todos los gobiernos enfrentan una perfecta tormenta política, económica y social, potenciada por la actual pandemia; y en partes parece estar degenerando en situaciones aún más graves y peligrosas. Lo hoy que está en juego no es solo democracia o dictadura de cualquier signo, sino la mismísima gobernabilidad ante un caos y la anarquía que desborda cualquier ideología.
Naciones como Chile, Perú y Colombia necesitan – hoy más que nunca – crear alternativas viables y creíbles y demostrar a sus grandes mayorías el estruendoso fracaso de los regímenes que alimentan el actual malestar. Chile y Perú aún están a tiempo por las urnas; y a Colombia le toca defenderse de nuevo con el mismo eficaz empeño con que antes aplastó al extremismo.
En la anarquizada Venezuela la crisis de gobernabilidad comenzó hace casi treinta años cuando un reducido grupo de felones uniformados, con algunos aliados de izquierda y derecha, arremetió contra una imperante ilusión de armonía democrática para defenestrar a un presidente constitucional por fallas que en comparación hoy pueden parecer triviales.
Hoy el país va alcanzando parámetros de caos, atraso y miseria impensables desde mediados del siglo XIX. Con un gobierno “de jure” y otro “de facto”, imperan el caos y el desmadre, con mafias forajidas internas y externas disputando el control territorial con fuerzas oficiales maltrechas y prácticamente desarticuladas, en un descontrolado país inundado de armamento.
Famélicos soldados, hambrientos policías y escuálidos suboficiales malviven, a veces mendigando o asaltando, en cruel contraste con el descarado despilfarro de una reducida cúpula de rastacueros enchufados. Con esa caótica realidad, el camino de restablecer la libertad y democracia a Venezuela pasa primero por restaurar la institucionalidad y credibilidad de sus fuerzas armadas y rescatar la gobernabilidad. Lo demás vendrá después. Lo primero es lo primero.
Antonio A. Herrera-Vaillant