#OPINIÓN Venezuela, Colombia y demás: la porosa peligrosidad #8May

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La especificidad, “originalidad” y peligrosidad de los inéditos eventos que ocurren actualmente en la fachada occidental del territorio venezolano, requieren del análisis profundo y obligan a la caracterización académica y a la determinación e intervención política, nacional, binacional e internacional.

Frente al espacio terrestre colombiano, complementario al nuestro, en los binomios estatales o departamentales constituidos por el Zulia- Guajira, Táchira-Norte de Santander, Apure-Arauca, Amazonas-Vichada, ocurren eventos protagonizados por actores y factores violentos que asolan sin más, yendo y viniendo, destruyendo a la libre, a personas, poblados, recursos naturales e instalaciones públicas y privadas, además de animales y tierras.

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Es más que necesaria pues, obligante la actuación exclusiva en principio de autoridades venezolanas para poner fin a lo más parecido a guerra entre mafias por el control de territorio. Allí delinquir libremente o con la participación de autoridades locales o nacionales en el despliegue compartido de sus fechorías, es la gimnasia diaria, ahí radica su santuario. Esas bandas parecen estar mejor dotadas de apoyos, pertrechos e inteligencia, que nuestro ejército en la zona, mientras la gente huye despavorida, se desplaza forzosamente, protegiendo cuando puede vidas personales, animales y enseres.

Ante la precaria presencia del Estado venezolano para proteger y preservar soberanía y defensa de dignidad nacional, el discurso del gobierno deambula torvo en el Olimpo, mientras el conflicto crece estrepitosamente a la vista cómplice de todos. El mismo ha sido denunciado por la ONG FundaRedes de manera minuciosa, aportando pruebas a través de la “curva de violencia”, que se muestra a diario, que si no fuera por ellos quedaría esa realidad tapiada por el olvido y en la mayor impunidad.

Todo hace pensar en la coparticipación de actores y factores que atentan gravemente contra la paz y la estabilidad de la República y de la región que se incendia, además de la pandemia, por graves conflictos sociales.
No obstante, no se observa la intervención clara y definida de quienes debieron, desde hace tiempo, actuar con claridad para no dejar crecer aún más las malas hierbas que hacen a su antojo y rastrojo en lo que fue la frontera occidental venezolana, la más viva y pujante de América Latina de otros tiempos, hoy en manos ajenas.

Dentro de esta caracterización cabría sumar que es un conflicto interno que se da en una región que involucra a dos estados nacionales, Colombia y Venezuela, que entre esos dos gobiernos, imperdonablemente, no existen desde el 23 de febrero de 2019 relaciones diplomáticas y consulares, ni tampoco políticas o económicas.

Que coexiste además un nexo de penurias, que se ha trasladado explosivamente desde Venezuela hacia el vecino o a través de él, en una población que se calcula en 6 millones de personas de las cuales se tienen registrados alrededor de 2 millones de seres humanos que permanecen en territorio colombiano.

Otro asunto no menor a resaltar es que desde 1830, año en que se separaron ambas naciones de la Gran Colombia, no ha habido conflicto en la frontera terrestre más preocupante y revelador que éste.

Ni siquiera comparable a la masacre de El Amparo en 1985,o la de Perijá en 1987, ola de Cararabo en 1995, o las voladuras de oleoductos por parte de la guerrilla colombiana, o el secuestro y la extorsión, o el cobro de vacuna, o la persecución en caliente, o la violación del espacio aéreo y demás circunstancias conflictivas, ni siquiera todas juntas a la vez, son a mi manera de ver tan devastadoras y peligrosas como las que ocurren actualmente.

Y aparte valga la pena acotar que el otro conflicto de tanta envergadura, pero aquel entre ambas naciones y que llamó la atención del mundo,fue el ocurrido en áreas marinas y submarinas del Golfo de Venezuela, sobre las cuales Venezuela ha ejercido y ejerce soberanía plena.

En esos territorios marítimos, en los que incursionó arteramente la corbeta ARC Caldas, se creó un estado de pre guerra entre ambos países que a fin de cuentas fue resuelto por manos sabias y prudentes, pero que quedó grabado en la conciencia histórica del pueblo venezolano. Pero eso fue en agosto de 1987, fundamentalmente sobre el mar Caribe y en el golfo de Venezuela, y lo que ahora ocurre es sobre tierra firme creando una situación política internacional y de crisis humanitaria muy particular.

Porque además la guerra que allí y ahora se libra tiene unas connotaciones intolerables sobre la población que huye, que anda perseguida para colmo de males por la pandemia, la dictadura y la carestía material, espiritual y política de estos ingratos tiempos. Por que esa guerra no es suya, población civil desprotegida, sino entre bandas subversivas enfrentadas por razones poco ideológicas, por intereses en tensión entre narcotraficantes que se pelean por el control de zonas donde ejercer a la libre sus inocultables negocios de tráfico de drogas, de armas y de todo lo demás.

Agreguemos que según observan algunos analistas la presencia de estas bandas ya avanza por buena parte del territorio nacional creando así, si no se detiene esta plaga a tiempo, un estado de disolución de la nación que antes se conocía con el nombre de Venezuela. No agreguemos el tema de Guyana a esta letanía que multiplicaría aún más la preocupación sobre el análisis de la situación planteada.

Agreguemos y alertemos si a todos con un llamado de atención porque las repercusiones que a nivel hemisférico puede tener este ejemplo, en tiempos de desinstitucionalización generalizada, crecimiento exponencial de la pobreza, desplazamientos forzosos, crisis de los valores democráticos y avance del populismo, demagogia y mesianismos políticos, pueden ser devastadoras.

Quede claro que esta situación se da cuando Venezuela y Colombia no tienen relaciones sino de conflicto y en donde las posibilidades de diálogo por encima de coyunturas, hoy convertidas en constantes, están canceladas por distancias ideológicas, personales y viscerales.

Las relaciones entre Colombia y Venezuela están más allá de ser hoy por hoy una excelsa necesidad espiritual, un ostentoso apremio existencial, una frase feliz dentro de un discurso protocolar y enjundioso, pues la farisea cortina de hierro establecida entre dos países vecinos que rechazan los canales diplomáticos e institucionales para solucionar conflictos y atender emergencias humanitarias o catástrofes naturales si fuese el caso, están levantadas y son muy altas.

Porque si bien es una verdad a medias que el problema se está produciendo en territorio venezolano, el mismo posee una urdimbre multiplicadora, una maraña siniestra de actores proclives al conflicto, su negocio, que involucra energías de uno y otro país y tal vez más, que pudieran estar jugando a un plan regional de desestabilización pendenciera que en el fondo hace girarla ruleta de la posible aparición de soluciones de fuerza como ha ocurrido en otros momentos en América Latina en tiempos de crisis y radicalización.

La situación es grave, compleja y de repercusiones insospechadas. El gobierno venezolano fiel al discurso según el cual siempre la culpa está en los demás, quiere achacar al gobierno colombiano y al imperialismo norteamericano la razón de estos y demás males. Pero a la vista de todos está la terrible y porosa peligrosidad de los actores involucrados en lo que ocurre en la frontera occidental de Venezuela y que sigue su curso. El gobierno venezolano, el colombiano, además de la comunidad internacional, tienen la palabra.

Leandro Area Pereira

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