#OPINIÓN Un santo para cada fogón #24Abr

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A lo largo de la historia de la humanidad la comida ha formado parte de ese vínculo entre lo celestial y lo terrenal, siendo utilizada hasta el día de hoy como ofrenda que los mortales brindamos a los dioses en procura de sus favores y protección. Lo “divino” se expresa tanto en la figura suprema de Dios como en la buena sazón de un platillo. Lo celestial no sólo define el habitáculo mismo del Creador sino también las sensaciones gustativas que nos trasladan al paraíso mismo con el primer bocado o sorbo de algo extraordinario.

Las antiguas civilizaciones occidentales tenían dioses protectores y guiadores de la actividad gastronómica. Los griegos contaban con Dionisio y Hebe que proveían el buen vino y Artemisa que garantizaba la abundante caza mientras que los romanos, por su parte, confiaban a los dioses Baco, Diana, Demeter y Proserpina las provisiones que llenaban sus mesas. Los primeros cristianos encuentran en este contexto una gran competencia para predicar la creencia en un Dios único y establecer la supremacía de su doctrina. Son muchos los historiadores que plantean que, lejos de tratar de erradicar algunas de estas celebraciones paganas, los primeros predicadores cristianos se valieron de ellas para adaptarlas a la naciente doctrina religiosa y de esa manera ganar nuevos seguidores.

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El cristianismo se convierte entonces en la religión predominante en el vasto imperio y posteriormente de todos los reinos de Europa, propagándose más allá de los océanos a bordo de los barcos que partieron a colonizar nuevos territorios en África, América, Asia y Oceanía. Con los europeos no sólo llega el Evangelio sino también toda la carga cultural que atesoró la cristiandad desde sus inicios. Así como en la antigüedad se reconocía el protectorado de diversos dioses a la actividad gastronómica, el cristianismo asignó la misma misión a ciertos personajes que, a lo largo de su historia, han sido elevados a los altares como reconocimiento de sus virtudes espirituales y que actúan como mediadores entre sus feligreses y el mismísimo Creador.

Algunos de estos santos son reverenciados universalmente, otros de manera muy local y otros tantos son protagonistas de devociones muy personalísimas. Los hay especializados en cada área de la cocina, por aquello de que no lo es lo mismo un guiso que un merengue suizo, pero también contamos con santos bastante diestros en diversas áreas de la gastronomía a quienes podemos pedirle una ayudita de vez en cuando. Hasta los comensales tienen sus propios santos protectores a quienes pueden acudir en caso de sufrir de malestares intestinales a causa de un nefasto bocado.

Quizás la advocación más conocida entre las celebridades celestiales vinculadas a la cocina es la de San Pascual Bailón, cuyo nombre no nos remite precisamente sus habilidades en el uso de los calderos sino a su destreza en la danza, de la cual solía hacer gala cuando experimentaba extrema alegría durante o después de sus oraciones. Este santo aragonés nacido el día de Pascua de Pentecostés de 1540 (de allí su nombre) fue elevado a los altares en 1690 por el Papa por Alejandro VIII y entre los milagros que se le atribuyen está la multiplicación de panes para alimentar a los más necesitados.

También se le asocia con la cocina durante su primera etapa de novicio en el convento de Nuestra Señora de Orito cerca de Valencia en donde solía invocar a los ángeles para que lo acompañaran a preparar el alimento de los frailes. Se cuenta que reservaba para sí la peor parte de la comida y daba lo mejor a los guardianes, a los predicadores y a los enfermos. Recogía las sobras de la comida y las repartía entre los pobres. Se cuenta que con frecuencia proclamaba que “nunca hay que negar el pan a nadie. Cuando hay generosidad y ganas de compartir, siempre se produce el milagro”. En la ciudad de Puebla, México, su estampa está en todas las cocinas de quienes aspiran a que la comida quede buena y esté a tiempo. Su invocación incluye simpáticos versos:

“San Pascualito,
San Pascualito,
tú pones tu granito
y yo pongo otro tantito.”

“San Pascual Bailón,
báilame en este fogón.
Tú me das la sazón
y yo te dedicó un danzón.”

También los cocineros y sumilleres han adoptado a San Lorenzo de Roma como uno de sus patronos, aunque en vida sus manos estuvieron más familiarizadas con el manejo de los bienes de la Iglesia que de las despensas y fogones de sus cocinas. Su vinculación con la gastronomía resulta un tanto irónica y hasta cruel, porque fue martirizado por las autoridades romanas que para entonces reprimían a las nacientes comunidades cristianas y lo condenaron a morir quemado vivo en una hoguera, específicamente en una parrilla. Cuenta la leyenda que en medio de su martirio, el santo exclamó: “Ya estoy asado por un lado, denme la vuelta para quedar asado por completo”. Su patronazgo es compartido con los archivadores, bibliotecarios, curtidores, diáconos, estudiantes, mineros, zapateros y comediantes, esto último quizás por burlarse de sus verdugos en los últimos momentos de su vida.

San Honorato de Amiens o Saint Honoré, cuyo nombre ya nos remite a uno de los postres más famosos de la gastronomía francesa, es el patrón de los panaderos parisinos. Tampoco existen evidencias de que este santo haya amasado en vida al menos una hogaza o que haya protagonizado algún milagro relacionado con la los panes. La leyenda cuenta que su madre preparaba el pan de la casa cuando se enteró que su hijo había sido nombrado obispo y manifestó que sólo lo creería si la pala para hornear que tenía en la mano echase raíces y se convirtiese en árbol. Plantó esa pala en el patio de la casa y ocurrió el milagro.

El franciscano andaluz, San Diego de Alcalá, solía aliviar el hambre de los menesterosos con el producto de la cocina del convento por lo que habitualmente se le representa con un puchero o una cazuela en la mano, o en plena levitación mística mientras los ángeles, a manera de ayudantes, se ocupaban de los fogones. Entre sus milagros se cuenta haber convertido en flores algunos mendrugos de pan que repartiría entre los pobres, al ser descubierto por sus superiores del convento del cual los extraía en secreto.

San Nicolás de Bari es patrono de la repostería, golosinas y chocolatería. Al estar vinculado con los niños y la Navidad, se le considera el patrono de todo lo dulce. Por su parte, gracias a su prédica acerca de los buenos hábitos alimenticios como un medio para curar a los enfermos, San Francisco Caracciolo es considerado en la actualidad como el patrono de chefs y la comida italiana en general. San Urbano de Langresal huir de los romanos se mantuvo escondido en un viñedo, por lo que es reconocido como patrono del vino, los viticultores y sumilleres. San Arnaldo de Soisson célebre fabricante de cervezas es el patrón de los cerveceros mientras que San Isidro Labrador, a quien se le ruega que “quite el agua y ponga el sol”, es el santo patrono de los agricultores españoles y de las fruterías.

Los pescaderos recurrían a San Andrés, hermano de San Pedro y pescador como él, mientras que los caldereros, a San Mauro, a quien los cristianos ortodoxos lo representan con la balanza que, en lugar de platillos, trae dos calderos. Los carniceros cuentan con doble patronazgo. Por un lado está San Antonio Abad, a razón de que es asociado con la protección de los animales de corral, pero también contemplan a San Bartolomé apóstol, quien murió desollado y descuartizado como las reses que pasan a diario por las manos de los trabajadores de este rubro.

Aunque la cocina por generaciones fue terreno exclusivamente masculino, la protección femenina estuvo a cargo de piadosas figuras como Santa Isabel de Hungría quien comparte con San Honorato el patronazgo de los panaderos y reposteros. Santa Marta de Betania también es patrona de cocineros, camareros y camareras. Y Santa Hildegarda de Bingen, Doctora de la Iglesia y célebre compositora, escribió recetas y se dedicó a la ciencia de la nutrición ya que creía fervientemente en las propiedades curativas de la comida, por lo que es considerada patrona de los nutricionistas, coleccionistas de recetas y chefs. Ella creó sus “Galletas de la alegría” que estaban destinadas a promover la buena salud, asegurando que podían ‘reducir los malos humores, enriquecer la sangre y fortalecer los nervios

Pero si es cuestión de recurrir a la influencia divina para lograr preparaciones inolvidables, también se requería de los favores de los santos para enderezar los entuertos gastronómicos por excesos o por ingestas inapropiadas. Contra la resaca se puede invocar a San Plácido, abad y mártir, a quien los infieles extirparon la lengua. Si te duele el estómago, la indicada es Santa Juliana de Falconieri, virgen florentina experta en yerbas medicinales y quien murió de una severa afección intestinal. El obeso Beato Isnardo de Chiampo, sin todavía haber alcanzado el título de santo, se ha convertido en el patrón de los bulímicos y se le reza para atenuar los dolores de estómago y bajar de peso. Para desterrar la inapetencia hay que rezar a San Guillermo, noble caballero que abandonó su disipada vida para retirarse a una ermita. Contra la disentería bien vale una oración a San Guido, abad de Pomposa, cerca de Ravena, famoso por la dieta rigurosa que impuso en su monasterio en China.

Hasta el más talentoso de los cocineros requiere permanentemente de ese influjo celestial que guíe cada paso en la preparación de un buen platillo. Si bien Dios siempre está cerca, vale la pena tener un vocero de confianza que facilite la comunicación, porque como bien lo decía Santa Teresa: “También entre los pucheros anda Dios”.

Miguel Peña Samuel

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