Yaritagua entonces era un pueblo grande de vida rural. La mayoría de su gente se ocupaba de ejercer rudos oficios: cortar caña para los trapiches de las haciendas: El Ingenio, El Albarical, Santa Lucía, El Rodeo y tantas otras. La agricultura de conucos y haciendas de café. Un buen comercio en la calle del mismo nombre: pulperías tiendas, boticas, botiquines, fábricas de tabacos “indiecitos,” como las de Antero Garfídez, Juan Dionisio Calvete, de don Teodoro Bermúdez, Alejandrito Ramírez, Fermín Canelón, las hermanas Soteldo: Adelina y Ana Teresa, Ramón Bouquet, etc.
Tres calles principales. Calle El Comercio, con circulación de este a oeste; la calle Libertad, con circulación de oeste a este; y, calle Nueva, de circulación de sur a norte y viceversa, el piso de las tres calles era empedrado; la vegetación menuda: grama silvestre y otras plantas crecían entre las junturas de las piedras. Hablamos de los cinco primeros años de la década de los años treinta; en pleno gobierno de Juan Vicente Gómez.
Un señor de apellido Villarte que parece que ejercía como jefe de la policía, siempre andaba en un buen caballo, con su cara de autoridad de aquellos tiempos: amarrada, seria, hosca, mandona; que se ocupaba, con su autoridad, de llegar a todas y cada una de las casas, tanto de las calles principales como a las callecitas terrosas y tortuosas de los barrios más humildes, sin bajarse del caballo, para pedir con voz de autoridad: -“¡limpie la calle! –“¡tiene que arrancá-(r) ese monte! Todos temían a la presencia de Villarte y asustada la gente cuando oía el casquear de los pasos del animal, exclamaban: ¡Dios mío, llegó Villarte! Es una estampa que con reiterada frecuencia padecían los pobladores de Yaritagua, y todos se habilitaban para cumplir con la demanda de ese extraño personaje. Muerto Gómez, la pesadilla de Villarte desapareció.
Carlos Mujica
@carlosmujica928