#OPINIÓN La momia de Michoacán (Parte III) #12Abr

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«Morirás? No será la primera vez. Habrás vivido tanta vida muerta, tantos momentos de mera gesticulación….»

«Todos necesitamos testigos de nuestra vida para poder vivirla…

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Artemio Cruz

Sintió el hueco de la rodilla de la mujer húmedo junto a su cintura. El calor de los muslos se fundió en una sola llama. Él respiró: recámara de blusas y faldones almidonados, de membrillos abiertos sobre la mesa de nogal, de veladora apagada; y aún más cerriesgol tufo marino de la mujer humedecida y blanda; esa carne muda abandonada a su propio placer.

La recordó desnuda. de pie, joven y dura en su inamovilidad, pero ondulante y suave en cuanto caminaba. Sólo las manos, o una mano, se  movió en el sueño sonriente. Ella, como una gaviota parecía distinguir por encima de las mil incidencias de la lucha y la fortuna, el movimiento de la marea revolucionaria.

Lo esperaría así, lista como si no quisiera perder un minuto en las cosas innecesarias ¿te acuerdas de aquella roca que se metía al mar como un barco de piedra?. Ahí, te conocí. Allí me miraba y un día apareció tu cara junto a la mía; de noche las estrellas se reflejaban en el mar;, de día se veía el sol arder.

La madrugada tardó en llegar pero un pelo gris descubrió el sueño de los dos cuerpos unidos por las manos. Despertó primero y miró el sueño de Regina. Parecía el hilo más tenue de la telaraña de los siglos. Parecía un gemelo de la muerte: el sueño. Les gustaba el amor de la aurora y lo vivían con una fiesta para celebrar el nuevo día.

Sólo una cosa tendría derecho a despertarla sólo la felicidad tendría derecho interrumpir esta alegría del cuerpo sereno en el sueño, recortado sobre la sábana, envuelto en sí mismo con una tersura de luna enlutada.  Sintió que la mano volvía a jugar con él; el deseo floreció por dentro, sembrado de gotas grávidas.

Ahora había que llegar a México y correr de la presidencial al borracho de Huerta, el asesino de Don Panchito Madero. Y cómo le iba a fallar al maestro Sebastián que le había enseñado las tres cosas que sabía: leer, escribir y odiar a los curas.  El caserío donde vivía estaba cerca de la barranca, las flores de campana colgaban sobre el vacío, y un conejo destrozado por colmillos de coyote se pudría entre el follaje.

Aquí la leve agitación de las ramas, los movimientos escabullidos de las lagartijas escuchándose minuciosamente. Los ojos buscaron, entre el techo de hojas, el vuelo escondido de algún pájaro. El sol derritió la mirada y esfumó en costras el horizonte. La noche descendió con su cristal sin materia y el último resplandor surgió detrás de las montañas.

Cruzaron el pueblo y al fondo se despeñaba la barranca y los árboles se mecían en la brisa nocturna. Recordó al joven Teniente Aparicio recorriendo el montón de árboles cercanos a la barranca, la soga de henequén mal hechas arrancando todavía sangre a los cuellos, los ojos abiertos, las lenguas moradas y los cuerpos inánimes, apenas mecidos por el viento que soplaba de la sierra, estaban muertos.

Él descendió del caballo y abrazó la falda almidonada de Regina con un grito roto y flemoso: con su primer llanto de hombre.

Vean bien, obligan a hombres del pueblo a matar a sus hermanos; así mataron a la tribu yaki porque no quiso que le arrebataran sus tierras, igual mataron a los trabajadores de Río Blanco y Cananea porque no querían morirse de hambre, así mataron a todos.

No les debo la vida a ustedes, se le debo a mi orgullo. No se puede vivir sin orgullo, y tú Teresa, si a pesar de que te mantengo, me odias, me insultas, ¿Qué habrías hecho odiándome en la miseria, insultándome en la pobreza?; dicen que las células de la esponja no están unidas por nada, y sin embargo, la esponja está unida, eso recuerdo, porque dicen que sí se rasga violentamente a la esponja, la esponja hecha trizas vuelve a unirse, nunca pierde su unidad, busca la manera de agregar otra vez sus células dispersas  y nunca muere.

Ah! qué mal me conocen ¿creen que una fortuna así se dilapida entre tres farsantes. entre tres murciélagos que ni siquiera saben volar? Tres murciélagos sin alas: tres ratones, que me desprecian, que no pueden evitar el odio de los limosneros. Que detestan las pieles que las cubren, la casa que habitan, la joyas que lucen porque yo se las he dado. No,  no me toquen ahora.

Vienen al recuerdo unas palabras que quieren mezclarse con ese memo tuyo que no deja de correr, perdido en el fondo de estas horas, inconsciente, ajeno a tu voluntad pero fundido en tu memoria involuntaria, la que se desliza entre los resquicios de tu dolor y te repite, ahora, las palabras que no escuchaste entonces.

Artemio: sobrevivirás porque te expondrás al riesgo de la libertad; vences el riesgo, y sin enemigos, te convertirás en tu propio enemigo para continuar la batalla del orgullo. Vencidos todos, sólo te faltará vencerte a ti mismo, tu enemigo saldrá del espejo a librar la última batalla, la ninfa enemiga, la ninfa de aliento espeso, hija de Dios, es madre del seductor Cabrío, madre del único Dios muerto en tiempo del hombre; del espejo saldrá la madre del Gran Dios Pan, la ninfa del orgullo tu doble, otra vez tu doble, tu último enemigo en la tierra despoblada de los vencidos por su orgullo sobrevivirás, descubrirás que la virtud es sólo deseable, pero la soberbia, es sólo necesaria, y sin embargo, esa mano que en ese momento acaricia tu frente llegará, al fin, con su pequeña voz, a silenciar el grito de los retos, a recordarte que sólo al final, aunque sea el final, la soberbia es superflua y la habilidad necesaria.

Marcantonio Faillace Carreño

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