#OPINIÓN Gaveta azul: Música – dos fechas #29M

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París 26 de mayo de 1913. Nueva York, Carnegie Hall ,16 de Enero de 1938, dos fechas épicas en la historia moderna de la música. Significativas por razones muy diferentes y difíciles de avalar por los puristas, aunque acepten la validez del también llamado experimento de París, una nueva forma de expresión musical.

El estreno Parísino del ballet “La Consagración de la Primavera” de un joven y casi desconocido Igor Stravinsky, provocó uno de los más terribles escándalos musicales que se recuerden en la industria del espectáculo. Música que en el momento fue calificada de salvaje. Extraños acordes como furiosos gruñidos surgían de los instrumentos en un marco de ritmos endemoniados anunciando la lujuria dantesca del Aquelarre.

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De semejante tenor y aún con mayor carga panfletaria e intención destructiva, fueron los comentarios y críticas ofrendadas sobre la sucia alfombra que recibió la composición sinfónica.

El tiempo redimensionó la apreciación de la obra. El formato de ballet para el que fue creada por el compositor y la coreografía de Diaghilev, fue desestimado y “La Consagración de la Primavera” se presenta en conciertos como una suite sinfónica. Por otra parte debemos acentuar que si bien hoy es altamente apreciada, no se escucha muy asiduamente. Es una pieza de singular dificultad de ejecución y complicada “lectura” para la dirección. Un auténtico tour de force para el más ducho y conocedor del arte de manejar el complicado instrumento que es la Orquesta, exigida como pocas veces con sus atrevidos contrastes tímbricos y las diferencias de tempos en sus catorce secciones, obligando a un nivel de concentración cercano al Nirvana, conjugado con el grado de alerta del felino hambriento velando la presa.

Por si fuese poco el panorama de exigencias a cubrir, todo director y la orquesta bajo su batuta, al saber que en programa se encuentra “La Consagración de la Primavera”, observara primero que las dificultades técnicas de ejecución y de la expresividad interpretativa, el Everest de perfección que fue la “Lectura” de Leopold Stokovsky con la Sinfónica de Filadelfia para la “Fantasía” de Walt Disney.}

La exquisita sensibilidad de Stokovsky, su vasto conocimiento musical y el grado de perfección alcanzado por la orquesta de Filadelfia que la convirtió en referencia máxima por lo menos en los veinte años entre 1940 y 1960, fue el crisol donde se gestó la joya interpretativa que después de algo más de 70 años y una cosecha de magnifica perfomances conducidas por prestigiosos¿ directores con orquestas de primera línea, sigue de máxima referencia.

En cuanto cabe decir de la Sinfónica de Filadelfia de mediados del siglo XX, logró niveles de perfección nunca antes alcanzados por agrupación alguna de su tipo y género, gracias a un meticuloso, paciente y dedicado trabajo de Eugene Ormandy. Fue un reinado breve pero magnifico. Luego, una Europa aleccionada por cientos de combates, batallas inútiles, grandes conflictos y guerras devastadoras, se cansó de la estupidez de andar tirándose de los cabellos por quítame allá estas pajas, observó lo imposible de mudar al vecino o trasladarse un contendiente a otro lugar y se “dejaron de eso”. Revivieron las flores del conocimiento, la investigación científica alcanzó nuevas cotas y en paralelo el arte en sus diversas manifestaciones encontró terreno propicio para sus expresiones y creatividad. Los monstruos renacieron vigorosos: Bohn, Klemperer, Haitink, Von Karajan, Monteux, Brabinsky, Celibidache, Talich. Se agregaron las estrellas nacientes de nuevas generaciones (Zubin Metha, Carlo Giulini, Abbado, Ozawa, Previn) y las añejas agrupaciones que acunaron desde Mozart hasta Respighi a toda la pléyade de la música académica, ocuparon sus viejos y nobles espacios orquestales: Viena, Munich, Berlín, Amsterdam, París, Londres.


Una vibrante serie de interpretaciones bajo la conducción de un Rey, marcan historia y clímax como el salto evolutivo de mayor alcance dado por una forma musical de alta audiencia popular pese a su género orillero, y visto con indiferencia hasta ese día por la élite ductora y la crítica convencional.

Benjamín David Goodman, noveno de doce hermanos nacidos en humilde familia judía de origen polaco, se aficiona a la música desde temprana edad, toma el clarinete como instrumento y destaca al punto que a los 16 años ingresa en una agrupación y se registra como músico profesional dueño del respectivo carnet de afiliación. Observador, estudioso y disciplinado progresa rápido en el dominio de su instrumento ascendiendo en el aprecio y estimación de sus colegas y haciendo silla en orquestas cada vez de mayor audiencia e importancia. En 1934 crea su propia banda dedicada a un género naciente dentro de una de las corrientes tomadas por el jazz. Tiene punch con su agrupación y adquiere renombre mediático en un momento que apenas deja respirar con menos apreturas. El país está saliendo de la gran depresión y sus esperanzas se reflejan en el ansia por el baile y algo de jolgorio. En el aire radial, único medio electrónico de entonces se oye entre otras la banda de Goodman.

Es la gran época de un par de colosos como los hermanos Dorsey –Tommy y Jimmy— Count Basie, el mítico Glenn Miller, Harry James, Krupa, en Harlem y en Chicago los Hot Five y los Seven de Armstrong ocupan la audiencia junto al gran duke, Ellington. En este marco de euforia por el baile y destacada preferencia popular por el Swing, Benny Goodman firma un contrato para un show radial nocturno, “Camel Caravan”. Se le escucha de cosa a costa.
Es en este entorno musical del momento, un diciembre de 1937 donde surge la idea—calificada por Benny como una locura, de un concierto en Carnegie Hall.

La propia catedral norteamericana de la música académica invadida por una banda de música donde tocan músicos negros… Mayor herejía.
Goodman, judío de larga ascendencia conocía de familia, la cruenta historia de padecimientos del pueblo hebreo, era una de las anclas de su sólido antirracismo. Desde sus inicios, en la banda de Goodman el color de la piel era indiferente. Eran músicos y sus colegas de profesión. Un multimillonario productor de espectáculos, Sol Hurok, admirador del baile de moda, de la orquesta de Goodman y también antirracista, se enamora de la idea y vuelca su empeño en llevarla a cabo. Más rápido que enseguida todo está listo.

Benny después de ganado a la idea por el entusiasta Hurok, trabaja arduamente, alista programa y contrata solistas, la flor y nata de los intérpretes, de la música del momento, Bobby Hackett, Johnny Hodges, Harry Carney –considerado hasta hoy como el único virtuoso del saxo barítono; Buck Clayton, Count Basie, Lester Young, Teddy Wilson y estrellas de su propia banda, Harry James, Ziggy Elman, Lionel Hampton, Gene Krupa.

Goodman apoyado por la repleta cartera de Hurok reunió las más brillantes luminarias de la galaxia del jazz para marcarla historia musical norteamericana con un apoteósico concierto sobre las tablas sacrosantas del célebre teatro neoyorkino. El rico pentagrama desgranado esa noche dio nueva identidad y señorío a una rama evolutiva del Jazz, que por extensión abarco todo el género y le otorgó carácter definitivo al arte musical de los Estados Unidos.

Benny Goodman apodado el Rey del swing convocó a sus caballeros de la mesa redonda para sellar una noche, que gracias a la magia de la reproducción podemos revivir a voluntad y comprobar porque nadie ha podido, calificar satisfactoriamente su valor e importancia.

Las ejecuciones de ese concierto inolvidable, van de lo espectacular a la magia de las revelaciones y reunidas en el ramillete de lo sublime, desplegaron su encanto seductor y se adueñaron del corazón de Norteamérica.

El Jazz es multidimensional, similar a la vida. Caótico, de márgenes limitados, tierno y luminoso, dramático y pasional, alocado y juguetón. Ordenado, revoltoso, indomable, orgulloso, inquieto, clásico, tradicional, picaresco, enérgico, melancólico, romántico, poético, folklórico, juglaresco.

Una certeza incontrovertible. El Jazz es como la vida, y una noche en Nueva York lo confirmó para siempre.

La fecha, 16 de Enero de 1938.

Pedro J. Lozada

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