San José es tal vez el personaje de la Biblia que mejor ha escondido su identidad. Al leer la genealogía de Jesús, podemos darnos cuenta de que San José era “rey”. Rey clandestino y escondido, pero rey al fin. Trabajaría como carpintero, pero era rey.
¿Entonces por qué no se sabía nada sobre la realeza de San José? Porque la tierra de los judíos estaba invadida y controlada por otro pueblo. Por tanto, los judíos eran vasallos y no podían ni pensar en tener su propio rey. Por eso los descendientes del Rey David permanecían en la clandestinidad.
San José fue importantísimo como padre adoptivo de Jesús. Es que estaba anunciado que el Mesías debía ser descendiente del Rey David. Y el que aportaba esa cualidad davídica a Jesús era su padre adoptivo.
Ahora bien, San Mateo luego nos dice que “María, su madre, estaba comprometida con José; pero antes de que vivieran juntos, quedó embarazada por obra del Espíritu Santo.” (Mt. 1, 18)
Y, por supuesto, eso presentó un problema gravísimo para el pobre San José, como sabemos por el Evangelio. Entonces pensó dejarla, pero en secreto para no hacerle daño. Sin embargo, el Ángel del Señor le aclara la situación. Y José obedece sin titubeos: al despertar hizo lo que el Ángel le había dicho y tomó como esposa a María.
José y María vivían al norte en Nazaret (Galilea). Y José debió organizar para viajar hacia el sur más de 100 kilómetros y llegar a la Ciudad de David, Belén, para el censo exigido por el César.
Luego, a los 40 días del nacimiento, tendría lugar la ceremonia de la Presentación del Primogénito en el Templo de Jerusalén. De nuevo San José está pendiente de lo que hay que hacer, pero nunca se pone en evidencia. Sólo aparece mencionado en esta frase: “Su padre y su madre estaban maravillados por todo lo que se decía del Niño.” (Lc 2, 33)
Poco después San José tiene un sueño preocupante: Herodes quiere matar al Niño y se le ordena huir a Egipto, lo que cumple sin esperar siquiera que amanezca. “Aquella misma noche tomó al niño y a su madre, y partió hacia Egipto”. (Mt 2, 14)
Cuando Jesús se pierde y lo encuentran en el Templo discutiendo con los doctores de la Ley, San José está presente, pero como siempre, en segundo plano, escondido.
¿Nos hemos dado cuenta que San José no dice ni una sílaba en los Evangelios? Es también el Santo del silencio. Callado, discreto, silencioso. Sólo pendiente de proveer, acompañar y asistir a la Santísima Virgen y a Jesús.
Además, escondido, sin mostrarse, sin ponerse en evidencia. Sólo allí, presente, pendiente, pero sin hacerse notar. Grande humildad.
Humildad también mostrada en su realeza escondida: carpintero, siendo rey, y sin decirlo a nadie.
Responde a las órdenes de Dios con prontitud, enseguida, sin discutir y sin siquiera pedir explicaciones.
Mucho que admirar en San José y mucho que imitar.
Isabel Vidal de Tenreiro
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