Describir la monumental crisis venezolana es una fatiga mental que reta principios metodológicos porque es tan profunda, integral, invasiva y plena que no sabemos cómo empezar a diagnosticarla y por ello es imprescindible acudir a expresiones literarias que expliquen la intensidad de los sentimientos que nos abruman o recurrir a lo obvio del lugar común como paradigma totalizador.
Por ello decir que sin Justicia no hay Estado de Derecho para entrar a un análisis sobre el sistema democrático puede parecer una perogrullada, una expresión de manual que por lo obvio se convierte en palabras insípidas que no incitan la atención de nadie interesado en temas jurídicos o políticos. Pero decirlo en Venezuela es un dolor punzante alojado como un puñal de fuego en las entrañas de nuestra moral ciudadana.
En Venezuela no hay Democracia porque no hay Estado de Derecho y no hay Estado de Derecho pues fue sustituido por un mando apoyado en la arbitrariedad. El Maestro Recasens Siches enseñó que la arbitrariedad es la negación de la esencia formal de lo jurídico, por lo tanto, de tal mandato se deducen órdenes antijurídicas e inapelables. No son decisiones ilegales, pues la ilegalidad puede ser característica de una orden de un poder legítimo rectificable, sino una orden que desconoce intencional y caprichosamente el sistema jurídico y que resulta inapelable pues el poder arbitrario copa todas las instancias a las cuales recurrir.
Es allí en donde resulta imprescindible para la justicia un Estado de Derecho, es su soporte esencial. La justicia muere si su entorno institucional es arbitrario, pues el oxígeno que requiere para sobrevivir es la juridicidad, es decir, un mandato y un Estado regulado por un orden legal y no por la caprichosa conducción de los intereses de quien detenta el poder.
Por desgracia nuestro país transita los caminos carentes de institucionalidad legítima. Nuestras instituciones son producto del fraude realizado a la voluntad popular, como la Presidencia de la República ejercida por quien fue “elegido” en unos comicios fraudulentos desconocidos por la mayoría de los venezolanos y de los países democráticos del mundo; una Asamblea Nacional constituida en unas elecciones ordenadas y realizadas por un órgano ilegalmente concertado, como es el Consejo Nacional Electoral, e igualmente rechazadas por la comunidad internacional en las cuales se violaron patente e impunemente las leyes de la materia y la Constitución; y un Tribunal Supremo de Justicia conformado de manera ilegal a través de tretas violadoras de la ley y la Constitución en diciembre de 2015, despojando de esas facultades a la legítima Asamblea Nacional elegida en ese mismo mes.
El anterior es el cuadro institucional de los órganos del Estado venezolano: el Poder Ejecutivo, el Poder Legislativo y el Poder Judicial, además de otro que se coleó en la Constitución del 99 como lo es el Poder Electoral, para no hablar de un novísimo invento del constituyentista de esa época, el Poder Moral, que si no es por lo cínico que luce en el panorama actual, movería a risa.
¿La Justicia podría sobrevivir en tan enrarecido ambiente carente de la mínima legitimidad de sus órganos?, claro qué no. Los tribunales son las instancias a las cuales la ciudadanía recurre a fin de reclamar decisiones de cualquier Poder con las cuales no esté de acuerdo. El problema está en que en el país no hay adonde recurrir. En cualquier Estado de Derecho la elección del usurpador Presidente de la República, y la conformación ilegítima de la Asamblea Nacional, del Tribunal Suprema de Justicia o del Consejo Nacional Electoral hubieran terminado en las instancias judiciales respectivas ante el clamor de justicia de la población, sin embargo esa posibilidad se ve negada en Venezuela, pues esa instancia está copada por el oficialismo.
Pero lo más grave es que en la cotidianidad de la ciudadanía también se requiere que la Justicia resuelva sus problemas vitales. El Poder Judicial que representa la Justicia en un Estado de Derecho es aquel que tiene tan importante y delicada misión. Así como el Derecho se introduce en nuestros ámbitos más íntimos como el tálamo nupcial por el débito conyugal, la función judicial, la función de los tribunales, también llega hasta allí: nuestra libertad, nuestros bienes o nuestras familias para citar los espacios fundamentales del ser humano, están eventualmente en las manos de los jueces.
De lo anterior destaca en Venezuela el derecho a la libertad, mancillado cotidianamente por un Poder Judicial cómplice del régimen. Los jueces penales de la República actúan según el mandato arbitrario que baja desde el oficialismo. Cuando una de las características principales del juez, que constituye una garantía ciudadana, es su autonomía en el ejercicio de sus funciones, que significa no recibir órdenes de nadie en su delicada labor de interpretar y aplicar la ley, con asombro contemplamos que estos jueces esperan la orden respectiva para decidir en consecuencia. Expiden boletas de excarcelación que no son obedecidas por las autoridades penitenciarias, se hacen los no aludidos ante allanamientos policiales sin la orden judicial correspondiente, retardan los juicios por años mediante constantes e irresponsables diferimientos de las audiencias, sentencian condenatoriamente sin las pruebas que demuestren la plena culpabilidad del acusado, niegan recursos de apelación a los cuales el justiciable tiene derecho, son algunas de los bárbaros hábitos de nuestro Poder Judicial.
De lo anterior lo peor es que en una auténtica democracia cualquiera de estos vicios podría ser objeto de rectificación, pero en Venezuela no existen esos recursos. La plaga de la arbitrariedad, para poder sostenerse el régimen debió invadir, contaminar, al Poder Judicial que complacientemente se pliega a los deseos y mandatos del oficialismo, satisfechos de obedecer sus malignos propósitos y si por alguna razón un juez se alza en una actitud gallarda poniendo al Ejecutivo en su lugar, correrá la suerte de la digna juez María Lourdes Afiuni.
Por lo anterior debemos luchar para que al país retorne la democracia que significa un auténtico Estado de Derecho en el cual impere la justicia que baje con su manto protector hacia la ciudadanía y que ponga límites a los poderes del Estado. Cuando la maldad se instala en las cumbres del Poder y somete a su voluntad el desempeño de la sociedad, es imperativo sobreponer a nuestros legítimos y naturales temores, el valor moral que se anida en la justicia como expresión más acabada del proceso civilizatorio que nos ha hecho ciudadanos libres. Sigamos luchando que Dios está con nosotros.
Jorge Rosell y Jorge Euclides Ramírez