Daba saltitos de alegría accionando los brazos y las manos cuando mi madre, bien de mañana, me decía: -hoy es día de Santa Lucía; lo voy a vestir para que vayamos a misa. –Quítese las alpargatas, (la del pie derecho mostraba un roto por donde quedaba al descubierto el dedo chiquito del pie) que le vamos a poner los zapatos. De lona y con puntera y contrafuerte de cuero, los zapaticos los hacía Rafaelito Hernández. Descalzo, el pie lo colocábamos sobre un papel y con su lápiz, Rafaelito, tomaba la medida del pie, dibujaba su contorno sobre el papel. Antes de calzármelo, mi madre lo humedecía. Mi felicidad desbordaba su emoción. -¡deje los brinquitos! –no ve que lo vamos a vestir; -me observaba mi madre. Me colocaba los pantaloncitos cortos con pechera y dos cintas cruzadas para abotonarlo por detrás. Luego me ponía la camisita, y arreglada para salir, mi madre me tomaba de la mano y nos íbamos a la iglesia.
De regreso de la misa, todo aquel contagioso entusiasmo, toda aquella alegría que me hacía dar saltitos de emoción, se tornaba en dolencias. Me aprietan los zapatos y caminar se tornaba en martirio. me hacían vejigas en el talón y los dedos se molestaban por la estrechez de la puntera. Cojeando y lloriqueando, con toda dificultad hacíamos el regreso. Pero cuando llegaba el 13 de diciembre, día de la virgen de los ojos sobre el platico, el padecer del diciembre anterior se olvidaba y la alegría y la emoción invadía nuevamente mi ser. Ir a la eucaristía de las fiestas de la Virgen de Santa Lucía, la patrona de mi pueblo, me llenaba de una emoción tan infantil como los pocos añitos de mi edad. La noche anterior al 13 de diciembre, soñaba las mil y una fantasías. Así se manifestaba mi niñez.
Carlos Mujica
@carlosmujica928