Únicamente en un país desquiciado, programado para la ruina, la sumisión y el caos, pueden ocurrir, con una perversidad tan meticulosa, tan a conciencia, los terribles sucesos que ahora presenciamos, y padecemos, como fantasmas, entre los escombros de lo que alguna vez fue Venezuela. En esta «republiqueta de vivos, sicarios y malhechores», según el comprometido decir del poeta Rafael Cadenas, el más vivo y reciente de nuestros inmortales.
A una nación entera, con muchos de sus hijos tratados con deshonra en las fiebres de la diáspora, como si se los considerara vectores de la peste de la miseria, le ha sido allanada, acá y allá, un presente que sobrepasa ya las dos décadas. Y, es más, fue despojada de futuro por obra de una depravación que oprime con vocación sanguinaria sus sueños y su providencial destino. Es el legado de una indeseable camarilla que, enredada en sus propias, complejas y viejas trampas, se siente condenada a no rectificar y, a un mismo tiempo, a todos nos condena. Esas bestias cebadas en la perpetración de sus graves y bien documentadas fechorías, no se cansan de pisotear los valores más preciados de cualquier sociedad: los atinentes a la justicia, a la libertad, al esfuerzo creador, a la honestidad, al derecho a la dignidad de la persona humana y a la propia vida.
Es lo que hace posible el desolador espectáculo de ver mandar en Miraflores a un sujeto-marioneta cuyo más sobresaliente logro es el de personificar una nulidad a ratos risible, de continuo engreída e intolerable, y cuyas nulas credenciales intelectuales sólo son capaces de competir con el cúmulo de sus turbias credenciales morales. Es ésta aberración trocada en Gobierno, asimismo, lo que le imprime un sello de «normalidad» a la insania de tener que soportar, ¡por Dios!, algo tan delicado como que la acción penal pública la lleve, en este remedo de república, un personaje de la patética talla de Tarek William Saab, el predilecto defecador de versos de la tiranía, reincidente defensor del victimario…, usted dirá. Y ver que, en rastrera y perturbada comandita, sea precisamente Jorge Rodríguez —temerario resentido desde el temprano día de su nacimiento, siquiatra que es catálogo ambulante de patologías—, quien se erija en el ladino verdugo que tasa en grotescos shows de la televisión oficial, la moralidad y el buen nombre de los disidentes. ¡Hasta se arroga el desplante de juzgar y prejuzgar sobre los asuntos sexuales! Además, hemos de enterarnos ya sin asomo de sorpresa alguna que, en el entramado de ese sórdido ritual, los mismos que en estos instantes cubren de un protector manto de oro malhabido, en Cabo Verde, a Alex Saab, señalado de capitanear una vasta red de lavado de activos; los mismos que hacen migas con la teocracia tiránica de Irán; los mismos que lloriquearon y rindieron honores al carnicero de Tirofijo tras su tardía muerte en la espesa selva colombiana, y celebran la bajeza antipatriótica de autorizar que las FARC y el ELN tengan a Venezuela por santuario; esos que son amigotes declarados de cuanto déspota, capo de la droga, comandante guerrillero, celebridad del crimen serial o terrorista consumado, hunda y manche sus manos en los horrores que estremecen a millones de personas en el mundo… Esos que así de brutales se comportan ante la mirada atónita e indefensa de tantos, asumen con descaro la insostenible burla de acusar de terrorista, y reducir a prisión desde hace cuatro meses, hoy, al periodista Roland Carreño. Porque no hay contrapeso institucional que se los impida. Porque no hay signo de decencia que los involucre. Porque la impunidad da para todo; esto es.., ¡porque les da la gana!
Quienes detentan un poder sin límites ni escrúpulos, en suma, dictatorial, se sintieron heridos en los fueros de su orgullo cuando, el 24 de octubre del año pasado, Leopoldo López abandonó la residencia del embajador de España, en Caracas, donde permanecía en calidad de huésped, y alcanzó a traspasar la frontera. Los rabiosos dardos de las sospechas palaciegas eran dirigidos hacia un entorno erizado de traición, al constatar que necesariamente en esa limpia fuga había dejado sus huellas la cooperación de algunos altos funcionarios del régimen. Se rebajaron a la impotente simpleza de apresar a la cocinera del evadido y al vigilante de la legación diplomática. No tardaron en comprender que debían subir su apuesta y entonces concibieron la retaliación de hacer pagar la ofensa a alguien del más inmediato entorno del coordinador nacional de Voluntad Popular. Fue esa acomodaticia ruleta la que, apenas dos días después, apuntó hacia el periodista devenido en activista democrático, quien les ofrecía la doble satisfacción de que, aparte de cercano a Leopoldo López, y brillante operador político de su partido, goza de la probada confianza del presidente interino Juan Guaidó. Uno ya no estaba al alcance de sus garras; con el otro, cómo olvidarlo, no se han atrevido.
«A los que se opongan, siémbrenles delitos; eso los descalifica para siempre». Tal fue la instrucción que algún día les inculcó el más pérfido cerebro que abortara nuestra irredenta América caribeña en el pasado siglo: Fidel Castro. Pero, asimismo el «talento sin probidad» denunciado por Bolívar exige alguna muestra de sesos, de ingenio para convencer, volverse creíbles o, cuando menos, guardar las apariencias. A ellos, que aparte de todo el sistema judicial disponen de un amplísimo aparataje de órganos adiestrados para reprimir, silenciar, desaparecer y ejecutar a los opositores (PNB, Sebin, Dgcim, FAES, Cicpc, GNB, Conas, FANB), les dio por el asombro de encasquetarle un desconocido fusil junto a una improvisada sarta de municiones, y presentar como un peligroso terrorista a un atildado reportero que el común de los venezolanos suele asociar con el glamur, con la moda y el buen gusto, jamás con la violencia y menos aún con la sed de venganza y la muerte en su sentido atroz. Un cronista que sentó cátedra en el diario El Nacional con la reseña de los saraos de la alta sociedad caraqueña y en cierta memorable ocasión desnudó a punta de metáforas y un par de adjetivos bien puestos, la insultante opulencia de mansiones, relojes Rolex, camionetas de lujo y whisky de reserva especial, que comenzaban a exhibir los nacientes privilegiados de la revolución bolivariana, en aparatoso contraste con la pobreza que, en su nombre, ganaba ancho terreno en un país en donde las oportunidades, para los demás, eso sí, quedaron proscritas.
Esa nota antológica estremeció los cimientos de la sociedad venezolana en su conjunto. Es absoluta verdad que la crudeza de ese relato aparentemente rosa, inocente, equivalió a una detonación que nos aturdió. Esa clarinada dejó su tatuaje de pólvora en los pliegues de la conciencia de una nación que despertaba así, con aspereza, de una onerosa ilusión. Fue el clarividente y estruendoso presagio de lo que después sobrevendría, en cuanto a hipocresía oficial, en cuanto a latrocinio a manos llenas, arbitrariedades y sádico goce de privilegios, con el magro telón de fondo de una patria escarnecida, ultrajada. En una palabra, el cronista nos anticipó el hartazgo de esta mala hora. Y ése quedaría registrado como el único acto verdaderamente terrorista de Roland Carreño, el bienamado hijo de Aguada Grande, en el municipio Urdaneta del estado Lara.
José Ángel Ocanto